Claudia Cardinale o la belleza inteligente y sabia
OBITUARIO
La actriz, hija de sicilianos nacida en Túnez y fallecida este martes a los 87 años, desarrolló una gran carrera entre Roma y Hollywood en la que trabajó con Fellini y Visconti y exhibió un talento versátil.
Muere la actriz Claudia Cardinale a los 87 años
Esta hija de sicilianos nacida en Túnez en 1938 cuando era una colonia francesa y fallecida en Nemours a los 87 años, era guapa, guapísima, incluso más que guapísima. Entró en el cine, como la Lollobrigida, la Mangano, la Pampanini o la Loren, que acaba de cumplir unos magníficos 91 años, por la puerta de los concursos de belleza. Todas forman parte de la generación de las opulentas maggiorate, neologismo creado por De Sica en Sucedió así (1952) interpretando a un abogado que defiende a la Lollobrigida diciendo: “¿No se absuelve a los disminuidos (minorati) psíquicos? ¿Cómo no va a absolverse a esta aumentada (maggiorata) física?”.
Cada una desarrolló su carrera de actriz equilibrando la belleza que les abrió las puertas del cine y el talento que les permitió ascender de maggiorate a gran actriz. De las cinco citadas, tres lograron alcanzar cimas interpretativas sin que debieran renunciar a su físico, como quiere ese tópico que exige que las guapas aparezcan feas -y en papeles dramáticos- para ser reconocidas como grandes actrices. La Mangano, estilizándose elegantemente a las órdenes de Clément, Pasolini o Visconti, alcanzando sus cumbres de dramática elegancia en Teorema, Muerte en Venecia o Ludwig. La Loren logró el más difícil todavía de equilibrar su poderío físico y su cada vez mayor valor como actriz, ya fuera la oscarizada y trágica Cesira de Dos mujeres o la doña Jimena y la Lucilla de El Cid y La caída del imperio romano, la sofisticada y bellísima Yasmine de Arabesco o la maltratada Antonietta de Una jornada particular.
Claudia Cardinale logró algo mucho más difícil gracias a dos directores, Fellini y Visconti, y dos películas, Ocho y medio y El gatopardo, que rodó el mismo año 1963: representar la belleza inteligente y sabia, como si sus personajes fueran símbolos más que mujeres reales (lo que Fellini llevó al límite). Antes de estas dos películas había demostrado ser una buena actriz de comedia (Rufufú) y dramática (Rocco y sus hermanos, El bello Antonio, La chica de la maleta). Y después de ellas, en su larga carrera, siguió demostrando su talento para la comedia (La pantera rosa, No hagan olas, Guapa, ardiente y peligrosa), el drama (La viaccia, Los indiferentes, Sandra, El día de la lechuza) o el western (Los profesionales y, sobre todo, esa obra maestra que es Hasta que llegó su hora). Entre Roma y Hollywood, trabajando con Mastroianni, Belmondo, Tognazzi, Wayne, Niven, Sellers, Peck, Curtis, Lancaster, Hudson, Marvin, Fonda o Robards, desarrolló una gran carrera manteniendo su popularidad durante más de medio siglo, desde su primera aparición en la pantalla en 1958 a la última en 2015.
Pero quienes la hicieron única fueron Visconti y Fellini al ver en ella un potencial que nadie había visto antes, dándole dos personajes que le permitieron representar ese casi imposible ideal de belleza, inteligencia y sabiduría. Visconti dirigiéndola, vistiéndola, peinándola, controlando minuciosamente el más pequeño gesto, creó con ella la Angelica de El gatopardo. Bellísima y luminosa como pocas actrices lo han sido. Pero mucho más. Frente a la decadente familia de don Fabrizio, príncipe de Salina, representaba una inocente carnalidad, como si fuera una fuerza de la naturaleza, una flor que se abriera, un fruto en su punto. Angelica era la bellísima pueblerina, inculta y tímida hasta la torpeza hija del cateto arribista don Calogero, aupado tras el Risorgimento hasta la alcaldía del pueblo donde está el palacio de verano de los Salina. ¿Cuál es, entonces, la sabiduría de su belleza? La de la tierra, la de la naturaleza, como si fuera una ninfa siciliana. Su encuentro con el igualmente bello, pero además mundano, inteligente y arribista, Tancredi -un Alain Delon mimado por la cámara enamorada de Visconti- echa chispas que se reflejan en la mirada admirativa y cansada de un Burt Lancaster que se siente viejo e impotente, a la vez que feliz, al contemplar tanta juventud, tanta fuerza y tanta belleza. Los tres -Angelica/Cardinale, Tancredi/Delon y don Fabrizio/Lancaster- protagonizan la admirable escena en la que los jóvenes sorprenden al príncipe imaginando su propia muerte al contemplar el cuadro de la muerte del justo (“Me pregunto si será así mi muerte. La ropa blanca, menos impecable. Las sábanas de los que agonizan están siempre tan sucias…”) durante la larguísima fiesta -la mejor filmada de la historia del cine- que cierra la película. Y los dos -Cardinale y Lancaster- culminan la película bailando un vals en esa misma fiesta, a la vez una representación amable de la muerte y la doncella, y del eclipse de un mundo y el nacimiento de otro. Nadie, como Visconti, supo extraer de la Cardinale lo que de infantil tenía su sensual belleza, la inocencia de su tan carnal voluptuosidad, expresada por la forma tan inocente, tan provocativa, en que le hace morderse el labio inferior en el gesto que mejor define a este personaje.
Fellini, en Ocho y medio, fue aún más lejos sacando todo el potencial de la belleza inteligente y sabia de la Cardinale al desdoblarla en dos personajes: la mujer ideal de los sueños de Mastroianni y la actriz que ha de interpretarla en la película que está preparando. Sueña a esta mujer ideal como una presencia deslumbrante, serena y luminosa a la que solo la Cardinale podía poner rostro y cuerpo dándole agua en la fuente de las termas, apareciendo en su cuarto ordenándolo todo mientras repite “quiero poner orden, quiero hacer limpieza” o apareciendo tras una ventana con una lucerna en la mano, símbolo definitivo y muy latino de la paz, la sabiduría, el orden. Y ella es también la actriz que ha de interpretar este ideal. Mastroianni le describe así este personaje: “Es bellísima, joven y antigua, niña y ya mujer, auténtica, solar”. Nadie ha definido mejor a Claudia Cardinale.
Con un recuerdo a las grandes actrices María Luisa Solá, Rosa Guiñón, Josefina de Luna, Delia Luna y Mercedes Mireya que fueron sus voces españolas, logrando expresar esa seductora inocencia y esa inteligente y sabia belleza que fueron la marca de la Cardinale.
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