El Correo | Crítica

Siguiendo el rastro del dinero (negro)

Piper, Pedraza y Tosar en una imagen promocional del filme.

Piper, Pedraza y Tosar en una imagen promocional del filme.

Aparcada desde hace tiempo toda veleidad autorial en favor del oficio de encargo, la de Daniel Calparsoro es una de las contadas carreras en el actual cine industrial español de género que puede presumir de constancia y regularidad garantizadas.

En El correo, su quinto largo en cuatro años sin contar las series, el director de Asfalto, Guerreros o Cien años de perdón mantiene el pulso habitual con la acción y el relato veloz plegado a un guion de Amezcua y Flah que busca en la España reciente del pelotazo inmobiliario, la corrupción y el movimiento de dinero negro el marco de los hechos reales que sirven de pretexto para contar, a la manera scorsesiana de Uno de los nuestros, la vieja historia de ascenso y caída de un joven de barrio convertido de la noche a la mañana en avispado emisario blanqueador de capitales ajenos entre Madrid, Marbella, Bruselas o Hong Kong.

Impulsada por los beats acelerados de Carlos Jean y envuelta en imágenes saturadas con filtros de Instagram, El correo mira de reojo (documental) la esencia corrupta nacional al tiempo en que contenta a sus espectadores más jóvenes con rostros de plataforma (Piper, Pedraza), lanzada a seguir la pasta sin moralejas entre empresarios sin escrúpulos (Tosar), seductoras mujeres maduras, políticos locales venidos arriba (Poga) o policías honestos sin tiempo para respirar entre frases (Zahera).

La propia narración en off y el ritmo del montaje evitan entrar en profundidades y que nos tomemos demasiado en serio los pliegues caprichosos de un relato cargado de clichés y estereotipos que se regodea en sus dinámicas de ostentación, arribismo, sexo, coches caros y drogas como evidentes reclamos para el ojo morboso.