El maestro jardinero | Crítica

A la redención por la floricultura

Joel Edgerton y Sigourney Weaver en una imagen de 'El maestro jardinero'.

Joel Edgerton y Sigourney Weaver en una imagen de 'El maestro jardinero'.

Más allá de sus famosos guiones para Scorsese (Taxi driver, Toro salvaje), al Paul Schrader director se le ha tenido siempre en una segunda línea de aquella gloriosa generación de los barbudos que tomó Hollywood al asalto a mediados de los años 70. Casi mejor para él, que ha podido moverse con un pie dentro y otro fuera de un sistema que ya no necesita en este tiempo de majors indies, y que de hecho lo libera, para acometer sus nuevas películas.

El maestro jardinero viene a completar una nueva trilogía sobre la culpa y la redención a través del amor que bebe de las fuentes primarias del interés de Schrader como crítico, aquí especialmente de Bresson, a quien consagró junto a Ozu y Dreyer su fundamental texto El cine trascendental, para volcarlas en un nuevo relato que pone el foco en el trayecto moral de un viejo pecador, el metódico jardinero que encarna un estupendo Joel Edgerton, en su voluntad de expiar su pasado violento al servicio del supremacismo blanco a través de la dedicación y el estudio de su nuevo oficio al tiempo en que sirve de consejero y amante ocasional a la dama sureña (Sigourney Weaver) para que la que trabaja.

El encargo de tutelar a su sobrina-nieta mestiza descarriada (Quintessa Swindell), pronto nuevo objeto de proyección, deseo y eje de conflicto con el mundo exterior del que pretendía aislarse, impulsa el relato hacia las dinámicas del género que lo alejan poco a poco de esa estructura de diario (de un cura rural) que también cimentaba las bases narrativas de El reverendo y El contador de cartas, dos filmes de los que este no deja de ser una nueva variación con unos mismos tipos masculinos, esquemas y panorama (la Norteamérica trumpista, intolerante y racista) de fondo.

Es por tanto toda una suerte que Schrader haya encontrado a sus 76 años el contexto de producción que le permita afinar, rehacer y matizar sus asuntos de siempre, un contexto donde variar levemente las formas, las tramas, los modos y los ritmos de unos relatos que ponen siempre a sus protagonistas-monjes ante el espejo de su conciencia, que no es otra que esa conciencia culpable de Norteamérica que va desde la época de la esclavitud o Vietnam hasta nuestros días.

El universo, los procesos rituales y el léxico de la alta jardinería ponen el marco metafórico preciso que luego se desborda o agujerea por los márgenes de la criminalidad, la represión o la consumación del deseo e incluso una fuga onírico-fantástica que proyecta ya el filme hacia el territorio libre de la fábula sin límites e incluso, cosa poco habitual, hacia un posible y luminoso futuro de esperanza.