La partitura | Crítica

Música maldita

Julian Sands en la que ha sido su última aparición en el cine.

Julian Sands en la que ha sido su última aparición en el cine.

El cine de terror está repleto de buenas premisas desaprovechadas por la chapuza o la necesidad del efectismo. Es el caso de esta cinta que por desgracia no llega a ser de serie B y que especula con la supervivencia paranormal de una música cuyas disonancias contagian y expanden el mal y la muerte entre aquellos que la interpretan o escuchan. La cosa se remonta hasta el mismísimo Flautista de Hamelín, reencarnado ahora en una suerte de maligno supurante que viene a llevarse a niños y adultos cada vez que suena la inquietante melodía que lo convoca.

El islandés Erlingur Thoroddsen no termina de hacer sus deberes y sitúa la trama en el ambiente de una orquesta sinfónica y sus cuitas de poder y gloria con la sensación de no conocer el terreno ni de oídas. Poco (le) importa, la cosa aquí avanza por el lado de la obsesión de una flautista por completar una partitura maldita e inacabada para su premier mundial y por deshacer el entuerto una vez comprobada la letalidad de sus notas.

Entre tanto, sustos, golpes de efecto, casas en penumbra, tormentas, ratas bajo las camas y niños perdidos hacen de esta Partitura un cúmulo de lugares comunes que desvían siempre la atención de su macabra parábola musical sobre el combate entre la tonalidad y la atonalidad, entre la armonía y la disonancia, como ejes sobre los que giran el orden y el caos del mundo. Sirva al menos el despropósito para despedir a Julian Sands en el papel de director de orquesta diabólico, literalmente desaparecido al poco de terminar esta película, y para dejar suelto a Christopher Young en una de esas bandas sonoras donde uno puede lucirse con todos los pretextos.