Una historia de adultos

Les enfants terribles | Crítica

Un momento de la representación de 'Les enfants terribles' en Artillería
Un momento de la representación de 'Les enfants terribles' en Artillería / Juan Carlos Vázquez

La ficha

LES ENFANTS TERRIBLES

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I Festival de Ópera de Sevilla. Les enfants terribles, ópera con música de Philip Glass y libreto de Philip Glass y Susan Marshall a partir de la novela homónima de Jean Cocteau. Producción del Festival de Ópera de Sevilla - Ayuntamiento de Sevilla.

Clara Barbier, soprano (Elisabeth); Lydia Vinyes-Curtis, mezzosoprano (Dargelos y Agathe); Samy Camps, tenor (Gérard); Dietrich Henschel, barítono (Paul). Óscar Martín, Patricia Arauzo y Julio Moguer, pianos. Florencia Oz e Isidora Oz, bailarinas. Director musical: Juan García Rodríguez. Directora de escena: Susana Gómez. Escenografía: Juan Ruesga. Vestuario: Nino Bautí. Iluminación: Laura Iturralde. Coreografía: Florencia Oz.

Lugar: Nave de Fundición de la Real Fábrica de Artillería. Fecha: Jueves, 25 de septiembre. Aforo: Casi lleno.

La elección de Les enfants terribles para inaugurar el I Festival de Ópera de Sevilla tenía algo de declaración de intenciones, pero también de riesgo, ya que se trataba de estrenar en la ciudad una pieza de cámara contemporánea que exige al público mucha atención y cierta complicidad estética. La ópera de Philip Glass, basada en la novela de Jean Cocteau, no es un título amable para una apertura popular; para el espectador operístico medio se trata de un desafío capaz de poner a prueba su paciencia. Temáticamente se trata de una obra perturbadora, una gran fábula sobre la identidad frágil y la co-dependencia afectiva. Cocteau plantea una relación simbiótica entre dos hermanos que inventan un mundo de juegos y reglas para protegerse de la entrada en la edad adulta, con un cuarto de juegos que funciona a la vez como refugio y prisión, lo que provoca en ellos la confusión entre juego y deseo (hay alusiones evidentes al incesto y la homosexualidad) y la transformación de la intimidad en posesión destructiva.

Escrita en 1996, la obra de Glass es la tercera de una trilogía sobre Cocteau, tras Orfeo (1993) y La bella y la bestia (1994), la segunda de las cuales se estrenó en Sevilla (Teatro de la Maestranza, junio de aquel 1994). En mi opinión, Les enfants terribles es la menos afortunada de las tres. Peca de una verbosidad que, por momentos, se torna asfixiante en su combinación de declamación y canto. El maestro de Baltimore mantiene pese a todo su economía expresiva: arpegios insistentes que construyen atmósferas por acumulación, células que vuelven y obligan a escuchar la mínima variación rítmica. Ese pulso repetitivo puede cansar; por eso el apoyo escénico resulta fundamental para una recepción satisfactoria.

La interpretación musical brilló en muchos tramos, sobre todo gracias a un magnífico trío de pianistas comandado por Óscar Martín y flanqueado por Patricia Arauzo y Julio Moguer. Su nada fácil trabajo de sincronía y equilibrio mostró un rigor y una precisión exquisitos, aunque la amplificación redujo en ocasiones las posibilidades de contraste dinámico, apenas explotadas en multitud de pasajes. Aun así, los pianistas lograron la sensación hipnótica que busca la música sin caer en la uniformidad. La batuta de Juan García Rodríguez se mostró siempre atenta, sobre todo a las voces, y consiguió que la máquina minimalista respirara y que los momentos declamados no se disolvieran en un fondo monocorde.

Las voces cumplieron con las exigencias de un texto desafiante. Sólo el hecho de memorizarlo para las tres únicas funciones programadas me parece ya un mérito considerable. Clara Barbier, en el personaje de Elisabeth, asumió el papel más complejo con solvencia: su registro agudo resultó brillante, claro y elástico, y mostró capacidad dramática para las variaciones de carácter que pide su personaje. Lydia Vinyes-Curtis, en los dos papeles que le corresponden (el de Dargelos es casi testimonial), ofreció un centro oscuro y bien proyectado; su presencia vocal fue sólida y adecuada a los pasajes más incisivos. Samy Camps resolvió con buena línea y claridad sus intervenciones de Gérard y de narrador; su emisión conjugó potencia y delicadeza. Dietrich Henschel compuso un Paul de porte y autoridad escénica; su instrumento sigue teniendo nobleza, aunque en algún paso al agudo se percibió un menor brillo que el que lo hizo famoso hace no tanto, circunstancia que no empañó su solvencia como actor.

En el plano escénico, Susana Gómez movió a los personajes con sentido dramático y supo convertir las limitaciones del espacio en virtud, concentrando la atención en una pieza escenográfica central cuyas acciones podían apreciarse desde ambos lados de las gradas. Juan Ruesga concibió esa estructura como un gran sarcófago simbólico –negro, por supuesto– que funcionaba a la vez como cuarto de juegos peligroso y como insinuante caja de memoria. El variado vestuario de Nino Bautí y la estilizada iluminación de Laura Iturralde contribuyeron a una propuesta teatral muy inteligente. Aunque la función se anuncia como “ópera de cámara bailada”, la presencia de la danza resulta reducida; sin embargo, hubo momentos puntuales –las escenas 6 y 11a, sobre todo– en los que las gemelas chilenas Florencia e Isidora Oz dominaron el escenario con movimientos lentos y delicados.

Quizá no era el título idóneo para seducir a un público generalista en una inauguración, pero Les enfants terribles dejó en la sala la sensación de una historia de adultos, compleja, ambigua e inquietante, tratada con respeto y con recursos técnicos, musicales y dramáticos más que notables.

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