Enrique Valdivieso, un recuerdo personal

Carlos Colón rememora en este artículo a su añorado profesor y un viaje a Roma en el que visitaron a Nino Rota.

Hallan muertos al catedrático Enrique Valdivieso y su esposa en su casa de Mateos Gago en Sevilla

Enrique Valdivieso.
Enrique Valdivieso. / Juan Carlos Vázquez

Suena Amarcord mientras escribo sobre Enrique Valdivieso. El melancólico tema principal, el alegre La fogaraccia, el triste acordeón de Le manine di primavera, el evocador Danzando nella nebbia. Ya les contaré por qué.

Enrique fue mi profesor de Arte Moderno y Contemporáneo en el primer curso que impartió en la Universidad de Sevilla, allá por 1976. Su especialidad, como es bien sabido, era el barroco, pero en la Universidad las asignaturas se elegían y se eligen por grado y antigüedad, no por especialización dentro de una materia. Por sus 33 años, su enfoque metodológico, su contagioso entusiasmo y su actitud, Enrique, el único profesor, además de algún penene, al que tuteábamos, fue como una ventana abierta por la que entraba aire fresco. El espíritu de la transición, si quieren, entre los viejos muros y los hermosos y melancólicos patios de estatuas de yeso y pilistras del departamento de Historia del Arte.

Enrique nos introdujo en todos los ismos del XIX y el XX, en los mundos de Matisse, de Picasso, de Kandinsky, de Modigliani -el único pintor del que, bromeando, proyectaba una diapositiva para que las alumnas suspiraran ante el guapísimo italiano-, de Chagall, de Pollock, de Rothko o de Warhol. Él nos recomendó como manual los dos tomos de El arte moderno de Giulio Carlo Argan y leer, entre otros muchos, De lo espiritual en el arte y Punto y línea sobre el plano de Kandinsky, los diarios de Dubuffet o la Historia social de la literatura y el arte de Hauser.

En clase hablaba con las eses del castellano que era y la inflamada oratoria del sevillano que llegó a ser

Hablaba en clase a chorros, como atropellándose, con las eses del castellano que era y la inflamada oratoria del sevillano que llegó a ser, con un entusiasmo contagioso. Provocaba, proyectando y comentando obras que sabía que causarían extrañeza o hasta rechazo entre algunos. Se dejaba interrumpir por las preguntas e interrumpía sus clases preguntando. Creó un ambiente de camaradería que no mermaba su autoridad.

Tan camarada nuestro era -insisto: sin abdicar de su magisterio- que se enroló en nuestro agotador viaje de fin de carrera en autobús. Con él recorrimos las calles, iglesias y museos de Génova, Pisa, Roma, Florencia, Milán y Turín. Y aquí viene lo de Amarcord. La película se había estrenado en España, en Sevilla en el cine Bécquer, en 1975 tras haber estado prohibida. Fascinó y emocionó a Enrique. Siempre fue una de sus favoritas. Por aquel entonces yo preparaba mi tesina sobre Fellini y Rota, había estado en Roma y conocía a Nino Rota. Me marqué el tanto de decirle a Enrique si quería conocerlo. Pegó saltos. Dicho y hecho. Rota, ese amable ángel con forma humana que Fellini caricaturizaba pintándolo con dos alitas en la espalda, nos recibió en su estudio de Piazza Coppelle. Íbamos Enrique y dos o tres compañeros, entre ellos una que quería ligarme y hoy es mi mujer. Subimos las empinadas escaleras que llevaban a su bohemio ático atestado de libros hasta en la cocina y el cuarto del baño. Tocamos la puerta. La abrió un amigo y hombre para todo -chófer, fontanero, asistente- del nada práctico y muy despistado compositor. Y Enrique se abalanzó sobre él al grito de “¡maestro!, ¡maestro!” mientras primero le daba la mano y después lo estrujaba a abrazos.

De su estudio Rota nos invitó a cenar a un restaurante situado sobre el escenario de un teatro en el que se representaba Filumena Marturano de Edoardo di Filippo, que se unió a la cena. Y no quedó ahí la cosa. Cuando Enrique le decía a Rota cuanto admiraba Amarcord y su música para ella, el músico le dijo que era Pupella Maggio, la inolvidable matriarca de la película, quien interpretaba la obra. Y allá que fuimos todos a su camerino. A Enrique se le saltaron las lágrimas cuando la grandísima actriz nos contó como se le ocurrió -y cuanto le gustó a Fellini su improvisación- hacer girar su anillo de bodas en la escena del hospital para remarcar con delicadeza cuanto había adelgazado a causa de su enfermedad. No hace más de un mes coincidí con Enrique en el quiosco de Ricardo en la Alfalfa y me recordaba, muerto de risa, su abrazo al fontanero y su emoción al conocer a Nino Rota y a Pupella Maggio. Así lo recuerdo, así nos recuerdo, ahora. Jóvenes, con la vida, tan hermosa y tan triste, tan dulce y tan amarga, tan divertida y tan seria, como la música de Amarcord, por delante.

Descansen en paz Enrique y Carmen, a quienes Eduardo Martín Clemens, su párroco y vecino, dedicó la misa de una de ayer en Santa Cruz con unas hermosas, sentidas y serias palabras que, sin renunciar al dolor, se abrían a la esperanza. Lástima que no sonara Le manine di primavera en el órgano.

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