Crítica de cine

La esperada joya del cine de terror no defrauda

Una imagen de la película de Ari Aster.

Una imagen de la película de Ari Aster. / D. S.

El terror de calidad no es un sobresalto. Es una infección que se extiende por un organismo que puede ser sólo un cuerpo o también una familia o una comunidad; es una húmeda podredumbre de cripta que corroe tan lenta como inevitablemente cuanto de vida, bondad o hermosura pueda existir. Y siempre despacio, sin sustos baratos. Así es, afortunadamente, la tan celebrada y por ello tan esperada Hereditary, con la que ha debutado en el largometraje –como guionista y director– Ari Aster que, de seguir por este camino, puede depararnos tardes de gloria.

Desde el soberbio inicio en el que la cámara se acerca a una maqueta hasta que una de las minúsculas habitacioncitas ocupa toda la pantalla y –¡sorpresa!– la pequeña puerta se abre y entra uno de los protagonistas iniciándose la sombría historia, todo está sometido a un sobrio rigor sorprendente en un principiante. Y más en este género que tantos excesos baratos de barracón de feria padece. Como la estupenda banda sonora del saxofonista rockero Colin Stetson, una tensión creciente a la vez que sostenida que nunca llega a romper, Aster establece un equilibrio desasosegante y angustioso entre la muy sobria y clásica factura de la película (¡cuánto se agradece la firme estabilidad de la cámara!) y la minuciosa destrucción de todos los tópicos esperables en una película de terror.

Y la apuesta es fuerte. Todo parte de supuestos manidos: una herencia que mete a una familia en un caserón maldito, una niña triste y gótica que ve demasiadas cosas, un adolescente melancólico, una madre atormentada por una infancia infeliz y una abuelita de la que su yerno puede decir sin mentir que su suegra es una bruja. Todo visto un millón de veces. Todo filmado y administrado con un soberbio uso de un tiempo suspendido que lo presenta como si fuera la primera vez que se ve. Lo que, de paso, hace papilla los precedentes. Pasan cosas, desde luego. Pero lo más importante es lo que se intuye cuando no pasa nada. Hay horrores visualizados –¡las hormigas buñuelianas y dalinianas!–, pero peores son los que se imaginan en un día a día progresivamente emponzoñado. Y esto es lo que hace grande al cine de terror. Es evidente que Aster ha visto más de una y dos veces El resplandor, no para copiarla sino para aprender el poder de lo no dicho, el terror de los tiempos muertos, la angustia de la espera, el pavor del presentimiento, la fina línea que separa lo visto de lo imaginado, lo vivido de lo contado... Y el pasado emponzoñando el presente. Sólo se le podría reprochar, tal vez, las excesivas visualizaciones explicativas del final. Pero se le perdona.

Perfecto Gabriel Byrne en su desesperado intento de imponer orden y racionalidad en un entorno progresivamente poseído por la locura. Pero excepcional esa grandísima actriz que es Toni Collette: pocas veces he visto algo tan terrorífico como sus cambios de expresión filmados en primer plano. Sin efectos. Sin chimpunes de fondo. Sólo un rostro ante una cámara. Puro cine.

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