Hadas y bailarines en la penumbra

The Fairy Queen | Crítica

Un momento de 'The Fairy Queen' en el Maestranza
Un momento de 'The Fairy Queen' en el Maestranza / Guillermo Mendo

La ficha

THE FAIRY QUEEN

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Solistas (Le Jardin des Voix): Paulina Francisco, soprano; Georgia Burashko, Rebecca Leggett y Juliette Mey, mezzosopranos; Rodrigo Carreto e Ilja Aksionov, tenores; Hugo Herman-Wilson, barítono; Benjamin Schilperoort, bajo-barítono. Les Arts Florissants. Bailarines de la Compañía Käfig: Samuel Florimond, Anahi Passi, Alary Ravin, Daniel Saad y Timothée Zig. Director musical: Paul Agnew. Director de escena y coreografía: Mourad Merzouki. Programa: ‘The Fairy Queen’, semiópera de Henry Purcell. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Domingo, 23 de noviembre. Aforo: Tres cuartos de entrada.

Pese a numerosos intentos, a finales del siglo XVII la ópera italiana seguía sin imponerse en Inglaterra. El público londinense se resistía a aquellas tramas totalmente cantadas, prefiriendo el dinamismo y la elocuencia del teatro hablado. En ese contexto, y como respuesta natural a las preferencias locales, se consolidó un género híbrido: la semiópera. Obras de teatro en prosa, generalmente de gran éxito, se ampliaban con escenas musicales autónomas que integraban cantos, danzas, apariciones alegóricas y episodios humorísticos, que no seguían la línea argumental de la pieza hablada, aunque la aludían de forma simbólica. Era también una manera de actualizar la riquísima tradición inglesa de las masques, espectáculos cortesanos que combinaban música, declamación, escenografía y danza y que, en su forma tardía, encontraron en Purcell al artista ideal. En 1692, el compositor fue contratado para escribir música para masques –con textos posiblemente de Thomas Betterton– insertadas al final de los actos 2 a 5 de El sueño de una noche de verano de Shakespeare. El éxito de la propuesta llevó a los autores a añadir música también para el acto I (la famosa escena del poeta borracho y un par de canciones). Eso es The Fairy Queen.

Con el fervor por la música antigua despertado desde mediados del siglo XX, las semióperas de Purcell empezaron a recuperarse, aunque olvidándose casi radicalmente de la parte de teatro hablado (algún intento se ha hecho por restaurar lo que debió de ser el espectáculo al completo), de tal forma que cuando se representan a veces se adapta parte de la obra teatral para crear un ilusorio hilo argumental, que en la música en realidad no existe. Las versiones discográficas obviamente han prescindido siempre de las partes habladas, y algo parecido pasa con las versiones de concierto o incluso con las semiescenificadas, sobre todo, cuando esa escenificación consiste principalmente en un aporte coreográfico.

En esas condiciones ha llegado ahora al Maestranza (hace años, la OBS interpretó importantes fragmentos de la obra), en una interpretación protagonizada vocalmente por los cantantes de la undécima edición (2023) de Le Jardin des Voix, la academia para jóvenes de Les Arts Florissants, que mostraron un buen nivel medio, aunque sin llegar a deslumbrar. La coreografía y dirección escénica de Mourad Merzouki (Lyon, 1973) buscaba hermanar el universo purcelliano con la modernidad urbana de la danza. Su visión resultó cercana en espíritu a la propuesta de Bintou Dembélé para las célebres Indes galantes parisinas de 2019, al incorporar el hip hop, el krump y otros códigos contemporáneos que buscaban enriquecer el carácter fantástico y heterogéneo propio de la masque. Sin embargo, el resultado quedó condicionado por una disposición escénica y lumínica sorprendentemente apagada. La representación transcurrió en una penumbra constante, sin matices que acompañaran los cambios de atmósfera de la obra, una penumbra que afectó también a la parte musical del espectáculo.

Y es que la orquesta de Les Arts Florissants, ubicada en la parte trasera de la escena –con lo que parecía un telón detrás que perjudicaba claramente la proyección de su sonido– ofreció un sonido retraído y distante. El bajo continuo salió especialmente mal parado: el clave era casi inaudible, de modo que la base rítmica y armónica perdió firmeza en números que requieren un sostén más presente. Todo ello influyó decisivamente en una primera parte que avanzó con una grisura impropia de la chispa y el ingenio propios de la música de Purcell. Las escenas cómicas (Poeta borracho, Corydon y Mopsa) no solo no aligeraron el tono, sino que rozaron lo plúmbeo; el “If love’s a sweet passion” pasó sin pena ni gloria y el “Ye gentle spirits of the air” resultó fallido, víctima de un continuo desdibujado.

Conviene señalar, sin embargo, que los jóvenes cantantes funcionaron con solvencia en las partes corales, bien empastados y con una emisión homogénea que destacó especialmente en la segunda mitad. Y fue precisamente tras el descanso cuando el espectáculo pareció encontrar un rumbo más firme. La aparición de las trompetas –por cierto, espléndidas– y los timbales aportó un brío inmediato desde la misma sinfonía que abría el acto IV, reforzado por un cambio en el vestuario, que pasaba del negro riguroso a diversos tonos de color. La escena de Febo y las Cuatro Estaciones, una de las más logradas, se benefició además del excelente papel de los oboes en la canción del Verano, claros, bien fraseados y con un punto de distinción expresiva, o de la rica interpretación que hizo Georgia Burashko de la canción de la Primavera, especialmente por un muy atractivo registro grave. El Epitalamio del quinto acto volvió a resentirse por la lejanía instrumental. Se trata de una pieza (como “Ye gentle spirits of the air”) apoyada solo en el continuo y este sonaba remoto, desvaído. Aun así, Rebecca Leggett lo cantó con muy buen gusto.

El “Hark! The echoing air” devolvió al fin algo del brillo purcelliano que había faltado antes, y la chacona y el coro final –aun con la orquesta algo lejana– aportaron una notable energía colectiva. En todo caso, frente al aparatoso diseño coreográfico y el muy coordinado movimiento en escena, fue un gesto muy simple el que introdujo la luz más nítida de toda la velada: que el concertino Emmanuel Resche-Caserta se levantara de su asiento y se situara junto a Juliette Mey para tocar, mucho más cerca del público, el obligado de violín de The Plaint. Con ello, el sonido adquirió presencia y la escena alcanzó una intensidad emotiva mucho más aguda. Mey cantó además de manera muy sentida, ofreciendo uno de los momentos más logrados de la velada.

Apoteósico éxito de público, pero, aunque es cierto que el espectáculo fue claramente de menos a más, pienso que la música de Purcell admite un margen mucho mayor de contraste, mayores dosis de brillantez, cercanía, empatía, virtuosismo y emoción.

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