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Nicolas Altstaedt | CRÍTICA

La fe del converso

El violonchelista franco-alemán en su debut en el Festival de Música Antigua de Sevilla.

El violonchelista franco-alemán en su debut en el Festival de Música Antigua de Sevilla. / Juan Carlos Muñoz

Hubo un tiempo en que el aficionado a la música barroca tenía que elegir, para escuchar sus obras favoritas, entre versiones técnicamente sólidas pero idiomáticamente mal informadas y versiones historicistas interpretadas por músicos limitados, a los que se perdonaba condescendientemente sus pecados en afinación, sonido o agilidad -de los que se solía culpar a los propios instrumentos históricos-. Desde hace pocos lustros, por el contrario, esos oyentes pueden disfrutar del virtuosismo de intérpretes del máximo nivel que paralelamente a su carrera con el instrumento convencional (el chelo moderno, en este caso) han adoptado técnicas y herramientas historicistas y, lo más importante, han aprendido y asumido el lenguaje musical en el que las obras barrocas fueron creadas.

Así sucede con Altstaedt, y tan es así que desde el arranque de la primera suite pudieron apreciarse en el franco-alemán rasgos típicos de los intérpretes historicistas: articulaciones claras y variadas, tempos generalmente veloces, vibrato nulo y una cierta levedad que partía de la ligereza de su arco barroco -con el que incluso tardó de inicio en entrar bien en las cuerdas-. Y, al tiempo, durante todo su larguísimo recital (unas dos horas y media: no perdonó ni una repetición de las escritas) el chelista demostró una apabullante fortaleza técnica, en particular en su impresionante mano izquierda, que simultaneó una agilidad vertiginosa en las gigas y las danzas ornamentadas en doubles con una afinación prácticamente impoluta, sin menoscabo alguno ni en acordes ni en rapidísimos cambios de posición; apenas tuvo levísimos deslices en una sexta suite tocada a tempos muy ambiciosos y cambio de instrumento mediante.

Nicolas Altstaedt hizo hablar a su chelo con los tempos y caracteres justos

Todas esas virtudes necesitan, sin embargo, de la inteligencia musical para dar sentido al discurso -y más en un concierto tan exigente para el público-, y largamente la mostró Altstaedt, que hizo hablar a su chelo con los tempos y caracteres justos: preludios de verdadero sentido improvisatorio (y muy rápidos, por cierto), alemandas equilibradas, zarabandas meditativas en las que se recreó en el legato y la belleza del sonido, gigas rapidísimas pero sin el menor atropellamiento, y bourrées, minuetos y gavotas que nos hacían sonreír entre Versalles y un baile de pueblo; todas ellas, fraseadas con la sabiduría de dar a cada nota el peso exacto -casi nulo en algunas-. Cierto es que el disfrute del espectador procedió más del asombro por la maravilla técnica y de la lógica aplastante con la que la música era declamada que de la conmoción de los sentimientos: el duende apareció en contadas ocasiones, como en una sarabande de la quinta suite emocionantemente susurrada o en la propina ofrecida a un entregado público que siguió el recital desde un silencio litúrgico.

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