Cultura

La fecundidad de una metáfora

  • 'Cabezas', la exposición de Luis Gordillo que reúne obras realizadas durante el último medio siglo, ofrece una sostenida meditación sobre la identidad.

Cabezas. Luis Gordillo. Reales Alcázares de Sevilla. Hasta el próximo 9 de enero.

La muestra es una sostenida meditación sobre la identidad del individuo o, si lo prefieren, sobre la de todo aquel que enuncia un verbo en primera persona: yo sé, siento, quiero y, sobre todo, soy. El motivo, punzante, presente siempre en la obra de Gordillo (sea tema principal o bajo continuo), aquí se concreta en obras que a través de medio siglo trabajan una metáfora, la cabeza.

Entre las primeras obras (fechadas hacia 1963) hay dos relacionadas con figuras del Greco, pero en conjunto remiten a la expresión del varón adulto y respetable, tal como solían recogerla los periódicos de aquella España oscura. La seguridad en sí mismo que destilaban aquellas figuras la niegan los cuadros que superponen a las cabezas letras y números estarcidos (¿controles administrativos o mercantiles?), las tachan, les imprime un extraño temblor, las recortan con algún objeto trivial (un coche), las dividen (Seis ojos) o sugieren bajo sus rasgos la calavera (Perfil cráneo). Incluso Cabeza Giacometti, que carece de estos signos, sugiere, por su soledad espacial, la ilusoria autosuficiencia del yo.

A partir de 1964, las figuras se alteran. Sea por la difusión del arte pop, tras la bienal de Venecia de ese año, o por una célebre exposición (Arte en España y América), el color aparece con fuerza. Los rostros, antes adustos y solemnes, son ahora sensuales y carnosos, afines a la publicidad. Pero las brillantes sonrisas y miradas se antojan congeladas, como si intentaran ocultar el trauma en vez de elaborarlo. La síntesis de sensualidad y patetismo se subraya por la dilatación de la figura que parece desbordar la cuadrícula del lienzo. Esta pintura expandida (¿ecos de Pollock?) contrasta con la quiebra de los rostros: al mostrar entre sus fragmentos planos de colores vivos, las cabezas parecen vacías, casi máscaras.

Son, además, en ocasiones duales (Cuatro ojos) o aparecen divididas (Dos perfiles). Sirven por ello de tránsito a los dípticos o polípticos de los años 70 que hacen pensar que la identidad, además de fragmentada, es doble o quizá múltiple. Como si las oraciones con el verbo en primera persona no alcanzaran convincente coordinación entre ellas, por más que lo intentemos. Si la identidad es dual en Cabezas rosas, en Trío vinagre y gris se divide en dos figuras especulares y una tercera interpuesta, y se desgaja en cuatro en la serie Luna, donde la amplia e inalterable sonrisa contrasta con las caras ocultas, esto es, las que carga el deseo, incesante hacedor de imágenes. La reflexión se acentúa con los sucesivos rostros tentativos de la Primera serie lábil. Que esta obra tenga una base fotográfica y que se trabajen en offset los casi retablos elaborados con fragmentos repetidos y contrapuestos de cuadros de esos años (Andarín Cabezón y el ya citado Trío vinagre y gris) adquiere pleno sentido: no parece casual recurrir en este tema a la reiteración mecánica.

Las obras posteriores se caracterizan sobre todo por una tranquila ironía. Cariñosa, como en Apollinaire herido o La infancia de Mao, especialmente sutil al radicalizar el patetismo de las dieciséis Cabecitas expresionistas (más que modelarlas, la pintura las hace surgir de su propia materia) y basculando claramente hacia el humor en la exacta simetría de El ángel trompeta (del juicio final). Pero la ironía llega a su mejor nivel en el enfrentamiento de dos muros de la sala. En uno, aparecen las fotos del autor que fijan la identidad pública: carnet universitario, DNI, cartilla militar, pasaporte, etc. La imágenes, ampliadas, tienen la misma escala que dos cuidados autorretratos de juventud (fechados en los años 50). En la pared frontera, los disparatados Autorretratos con ojos artificiales, esto es, con gafas que incorporan prominentes globos oculares, troncos de cono recortados de los envases de huevos. No es difícil sacar consecuencias.

Para explicar ciertas obras es frecuente recurrir a la biografía del autor. Así, en este caso, cabría hablar del psicoanálisis o de momentos recurrentes de crisis que Luis Gordillo nunca ha ocultado. El argumento es lícito pero arriesgado porque puede bloquear el pensamiento que anima las obras. Las Cabezas apuntan a una idea de alcance. Frente al culto a la imagen pública (actores, deportistas y otros astros mediáticos), las Cabezas señalan la fragilidad del yo, empujado por el deseo, restringido por la norma y la mediatizado por la estructura social. Por otra parte, el hecho de construirse estas obras muestra que, pese a tal debilidad, el individuo es capaz de atender inventivamente al deseo y evitar la identificación autoritaria con las máscaras sociales. Esa tierra de nadie, que el pensamiento único menosprecia e intenta ocultar, es la que sacan a la luz estas obras. El arte, al fin, señala lo que el buen sentido quiere ignorar. Así lo apunta un cuadro expresivo pero inquietante, ¿Es esto el futuro?, el más reciente de la muestra.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios