Crítica cine

La fiebre y el cartón

Luna caliente. España, 2010, Drama. Dirección y guión: Vicente Aranda. Intérpretes: Eduard Fernández, José Coronado, Emilio Gutiérrez Caba, Thäis Blume, Héctor Colomé, Mari Carmen Ramírez. Música: José Nieto. Fotografía: Joaquín Manchado. Cines: Ábaco, Alameda, CineZona, Nervión Plaza.

Vicente Aranda lleva dándole vueltas a un mismo asunto desde hace décadas. El director de La muchacha de las bragas de oro, Fanny Pelopaja, Amantes, Celos, Juana la Loca o Carmen parece sentirse a gusto diseccionando el vértigo y la fiebre de la pasión masculina arrebatada por el deseo incontrolado, revistiéndola con los ropajes de la tragedia y los modos propios del cine de género. No es de extrañar así que adapte ahora esta novela del argentino Mempo Giardinelli, llevaba ya al cine en varias ocasiones, para trasladar el descenso a los infiernos del ardor y la perdición de su protagonista, empujado a una espiral de sexo y muerte, a la desvaída España de provincias en los años 70 y con el Proceso de Burgos como telón de fondo.

Aspira esta Luna caliente a conciliar dos temperaturas en una misma superficie: por un lado, dar forma al fogonazo incontrolado del amour fou, plasmar la mirada subjetiva de un hombre (Eduard Fernández, tal vez lo mejor de la función, sus ojos parecen inyectados del turbio líquido de la ceguera) capaz de renunciar a todo por una entrepierna adolescente; por el otro, retratar la frialdad funcionarial de una España gris y miserable en los estertores del franquismo, un país miedoso y vigilado que mira al futuro con desconfianza.

Como ya es costumbre en nuestro cine, también en el de Aranda, las formas acaban por traicionar la posible ambigüedad de este doble juego. Ni las palabras en primera persona ni las poéticas o sentenciosas citas ilustres que puntúan la narración consiguen trascender la tosca literalidad de las imágenes de Luna caliente, la de sus lamentables diálogos explicativos, el acartonamiento de su puesta en escena (una vez más, las pelucas, el atrezzo alquilado y el porespan actúan como involuntarios elementos distanciadores) o la sobreactuación caricaturesca de buena parte de sus intérpretes (lo de Gutiérrez Caba y Coronado es, aquí, de chiste). Ahí donde Aranda quiere dar forma al arrebato y a lo intangible, su película se da de bruces con su propia materia esquiva, con el sobrepeso brutal de unas imágenes y unas situaciones que parecen querer evitarlo a toda costa.

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