Gustavo, diario de una restauración
Fue en mi época de estudiante en Bellas Artes cuando me dio por la poesía de Bécquer y por escuchar Las Cuatro Estaciones de Vivaldi y Soy Rebelde de Jeanette, un cóctel tan cursi como subversivo donde se fraguó mi admiración por el “guapo poeta”.
Durante más de 34 años como restauradora del museo lo veía casi a diario y, en dos ocasiones tuve casi en la boca el romántico caramelo, las mismas que se diluyeron como gotas de bencílico en white spirit. Y por fin lo voy a restaurar.
Con el foco puesto en las restauraciones después del escándalo de las pestañas de la Macarena, no era quizá el mejor momento. En esta intervención, ¿qué podría pasar, que al limpiar los barnices oxidados pensaran que la obra había perdido misterio y encanto? No es raro que choque la nueva imagen de un viejo icono tras una restauración ejemplar. Pero tenía claro que iba a seguir las mismas pautas que en otros cuadros del XIX del propio museo o de la colección Bellver. Sabía que los decimonónicos no suelen ponerlo fácil a los restauradores: pigmentos que muchas veces viran, barnices que suelen pasmar al limpiar, grandes cuarteados en forma de caracol, telas más inestables...
Primero empecé a documentarme sobre los dos hermanos sevillanos, pero con un apellido muy flamenco debido al origen de su familia instalada en Sevilla desde el XVI.
La faceta artística de la saga se inicia con el padre de Valeriano y Gustavo Adolfo, José Domínguez (Insausti) Bécquer, destacado pintor de la escuela costumbrista de Sevilla.
Huérfanos siendo aún muy niños, permanecerán unidos en lo profesional y personal gran parte de sus vidas hasta la muerte, primero de Valeriano, tres años mayor, y tres meses después, de Gustavo. Pero antes de morir el pintor le dejaría un retrato que se convertiría en un billete a la eternidad.
Este retrato se cristalizará como el del poeta romántico por excelencia, reflejando la intensidad expresiva de este movimiento que buscaba resaltar la individualidad, el misterio y la fuerza del personaje. Quizá haya algo de idealización en su factura, pero el resultado es la imagen de alguien cuyo atractivo no solo radica en lo puramente físico con su estratégico lunar.
Usando una paleta básica de tonos cálidos, sobre un fondo de un paisaje crepuscular apenas esbozado, destaca un joven de unos veintitantos años, peinado y vestido a la moda del momento ataviado con una capa de un verde oscuro, no sabemos si fruto de la alteración del color, que lleva doblada sobre su hombro izquierdo con una estudiada elegancia que deja visible una buena parte del envés de terciopelo rojo templado. Por debajo asoma, rebelde, el cuello de una camisa blanca sin abotonar.
Con la restauración se recuperó su formato original, eliminando todos los añadidos perimetrales que lo recrecían para adaptarlo al marco. Se limpió el barniz oxidado que acentuaba el halo ambarino que velaba toda la superficie, maquillando daños y difuminando matices. Se eliminaron todos los repintes periféricos y los interiores que eran más puntuales, pero también más evidentes como los del celaje, y se fijaron todas las zonas junto a los añadidos que amenazaban con desprenderse.
Los decimonónicos no lo ponen fácil: pigmentos que viran, cuarteados, telas más inestables
Tras el proceso salieron a la luz algunas curiosidades. Unas claramente accidentales, como un par de ondulados cabellos atrapados en la pintura aún fresca que bien podrían ser del propio pintor o del retratado. Otras podrían ser premeditadas, como una marca en V que quizá Valeriano realizara con el cabo del pincel sobre la pintura mordiente. ¿Querría crear el efecto de una gaviota volando sobre el horizonte? ¿O sería una forma de grabar su inicial? Es una teoría osada, pero resulta muy extraño que no firmara precisamente el retrato de su hermano.
En esa misma zona izquierda del horizonte surge una manchita amarilla que pasa casi desapercibida. Si la miramos con lente de aumento, veremos que son pequeños golpes con un pincel fino cargado de materia. Puede que el artista quisiera plasmar una especie de lucero vespertino que en Gustavo está asociado a la luz y la belleza que encuentra en los ojos de su amada, otorgándole una cualidad intangible y celestial que la eleva a algo sublime e idealizado. Puede que su hermano, conocedor como nadie de sus cuitas, quisiera representarlo junto a ese astro dándole un sentido más simbólico que plástico.
En aras de mi afán investigador y tendencia romántica observé, tanto como me permitieron los avances técnicos, sus hipnóticas pupilas buscando encontrar algún reflejo, una silueta de algo o de alguien, pero solo hallé luces y sombras.
Y casi he terminado. A falta solo de un último “suspiro” de barniz, un brillo que él nunca necesitó. Gustavo espera, paciente desde su implacable eternidad y melancolía. Espera, ya restaurado en mi fatigado caballete, no muy distinto de aquel donde su querido hermano lo inmortalizó. Espera a que pronto, demasiado pronto, sea otra vez más de todos, y para siempre menos mío.
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