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Un hombre soltero | Crítica
Acantilado prosigue la recuperación de la obra de Christopher Isherwood con una excelente novela de los sesenta en la que el escritor inglés reflejó el drama de un hombre aislado
La ficha
Un hombre soltero. Christopher Isherwood. Trad. María Belmonte. Acantilado. Barcelona, 2019. 160 páginas. 16 euros
Cuando Christopher Isherwood publicó Un hombre soltero, en 1964, dos años antes de la adaptación teatral de Adiós a Berlín (1939) en la que se inspiraría el famoso musical Cabaret (1972) de Bob Fosse, el escritor inglés, afincado en los Estados Unidos desde su huida de la Alemania nazi, hacía tiempo que residía en California donde ejercería como guionista de los estudios de Hollywood durante décadas. Muchos lectores conocimos la obra más difundida de Isherwood –objeto de una adaptación cinematográfica anterior, Soy una cámara (1951)– en la versión del poeta Gil de Biedma, publicada por Seix Barral (1967) y más tarde reeditada por Mario Muchnik, pero gracias a la editorial Acantilado estamos accediendo a otras novelas suyas como El señor Norris cambia de tren (1935) –en traducción de Dolores Payás– y ahora Un hombre soltero, traducida por María Belmonte –ambas traductoras comparten el filohelenismo y la devoción por la maravillosa figura de Patrick Leigh Fermor, y tienen además una valiosa obra propia– que ya se ocupó de la nueva versión del Adiós en el mismo sello.
El protagonista de Un hombre soltero, considerada por el propio Isherwood su novela más lograda, es un profesor de 58 años que ha perdido a su pareja, el hombre con el que convivía, en un accidente de tráfico. Aislado en una comunidad de Los Ángeles que fue un refugio para bohemios y se ha transformado, tras la llegada de un "ejército invasor de televidentes bebedores de Coca-Cola", en la típica ciudad residencial de la próspera Norteamérica de los sesenta, George Falconer afronta la soledad, los estragos del tiempo y el obligado silencio sobre su condición homosexual mientras observa con horror –y describe con afilada ironía– el feísmo consustancial a los celebrados logros de la "utopía americana". En lo que tiene de sátira de costumbres, la novela funciona como un impecable análisis –en muchos aspectos vigente– sobre los prejuicios puritanos y el declive asociado a la abundancia. Pero es en su dibujo del hombre solo, enfrentado a un futuro menguante o terminal, donde Isherwood se eleva sobre los detalles de la trama para ofrecer un retrato sobrio, honesto, nada complaciente, que combina los trazos amargos pero conmovedores y un cierto regusto existencialista.
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