Juego de dobleces

Antes de 'Adiós a Berlín', Isherwood recreó ya su experiencia en la Alemania que empezaba a vivir la brutal pujanza de los nazis en esta valiosa novela.

Ignacio F. Garmendia

14 de febrero 2016 - 05:00

EL SEÑOR NORRIS CAMBIA DE TREN. Christopher Isherwood. Trad. Dolores Payás. Acantilado. Barcelona, 2016. 272 páginas. 20 euros.

De la estancia berlinesa de Christopher Isherwood durante los años que los alemanes llamaron del crepúsculo de Weimar, entre 1929 y 1933, nacieron dos novelas que retrataban la descomposición del orden republicano ante la brutal pujanza de los nazis, recreada por un joven escritor británico -herr Issyvoo- que vivió en primera persona la agitación, la precariedad y el desenfreno anteriores a la conquista del Estado por los camisas pardas. La segunda de aquellas, Adiós a Berlín (1939) -traducida en su día por Jaime Gil de Biedma, disponible ahora en una versión de María Belmonte-, es más conocida gracias al éxito de la adaptación cinematográfica en el musical Cabaret, pero su inmediata predecesora, El señor Norris cambia de tren (1935), resulta igualmente valiosa como estampa de un periodo caótico del que expatriados como Isherwood o su entonces íntimo el poeta Spender -véanse sus imprescindibles memorias, Un mundo dentro del mundo- fueron testigos excepcionales.

Publicada por Acantilado en traducción de Dolores Payás, esta primera novela berlinesa de Isherwood tiene un aire farsesco que refleja bien la mezcla de turbulencia y relajación en la que florecieron individuos equívocos como el extravagante señor Norris, un veterano estafador -inglés como el narrador, a quien de algún modo prohíja- que alterna los modales exquisitos con la falta de escrúpulos. Traficante o espía o ambas cosas, a la vez que insospechado militante comunista, las deudas no le impiden llevar un elevado tren de vida que fascina a su reciente amigo, seducido por el paradójico encanto de un hombre fundamentalmente ridículo -usa peluca, es aficionado a las prácticas sadomasoquistas, padece el acoso de un secretario que lo detesta- que sin embargo se hace querer. La casera del protagonista, un líder obrero, una joven prostituta o un conde homosexual son otros de los personajes de la novela, que pese a su intención cómica no renuncia a reflejar la convulsa realidad de la época y su violencia latente, así como la "sensación de fatalidad" de la que hablara Spender. La perspectiva distanciada de Isherwood, que no juzga ni especula ni aclara del todo las dobleces, sugiere el clima moral de una sociedad -corrompida, decían los esbirros de Hitler- que en poco tiempo pasaría de la tolerancia a la barbarie unificadora.

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