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Cultura

Los límites del mundo

  • Lejos de una figura para consumo juvenil, el capitán Nemo de 'Veinte mil leguas...' es un genial, tenebroso y romántico heraldo de la venganza.

Un error de apreciación nos lleva a conceptuar la obra de Verne como literatura adolescente. Dicho error quizá derive de la lectura adversa, sumamente parcial, que Roland Barthes hizo de Verne en sus Mitologías. Ahí, el crítico francés escribe, refiriéndose a esta aventura del Nautilus, que "Verne fue un maniático de la plenitud: no cesaba de establecer límites al mundo y de amueblarlo; de llenarlo como si fuera un huevo". Para Barthes, pues, aquello que dirige la obra de Verne, y que se hace visible en esta larga travesía oceánica, es un mero movimiento de reproducción del mundo. Una reproducción, por otra parte, sumamente infantil, y que se hallaría al fondo de la mentalidad burguesa. Leídos, sin embargo, tanto Verne como su contradictor, es posible concluir que Barthes se equivocaba. Y no sólo, ni principalmente, por los reducidos límites en los que ocluye las fantasías de Verne. El gran error de Barthes es un error de concepto: lo que subyace a estas Veinte mil leguas de viaje submarino no es una idea de la plenitud, ni una compacta ordenación del mundo; lo que se vislumbra, lo que se sugiere, lo que advertimos en el errar colérico y sombrío del capitán Nemo, es una idea de infinito.

Digamos que Barthes, como otros en su generación, sólo quiso ver la rémora ilustrada, y su ambiciosa catalogación de lo existente, en la literatura de Verne. Sin embargo, los inmensos conocimientos de Nemo, y su extraordinaria pericia técnica (recordemos que Nemo es el genial inventor del Nautilus), no iban dirigidos a una mejora de la Humanidad, sino a tomar venganza de quienes le infligieron un daño intolerable. Queda claro, por tanto, que el motor último de esta aventura no es la Razón, sino el sentimiento. Y que no fue la curiosidad, sino un odio abismático, quien dirigió los actos de aquel infortunado corsario, cuya melancolía atraviesa cada una de estas páginas. De todo lo cual se deduce que Nemo hace un uso instrumental de la retícula ilustrada. Pero también que este uso va dirigido contra la Ilustración misma, y contra quienes extendieron su influjo por las lejanías del globo. ¿Por qué decimos esto? Porque tras el nombre Nemo se oculta la figura del príncipe Dakkar, un príncipe indio cuyo reino fue ocupado, y su familia muerta, por la colonización británica.

Nos encontramos, así, en los antípodas de aquello que postulaba Barthes. Nemo no es -no puede ser- un ponderado científico que establece los límites del orbe. Por contra, nos hallamos ante un noble iracundo que hostiga a sus enemigos en la soledad del mar, y cuya bandera es la bandera de los oprimidos, un tenebroso heraldo de la venganza. De este modo, Verne desplaza a su personaje desde el friso académico, desde el prestigio del investigador y el sabio, a la órbita romántica del maldito. Pero, a su vez, introduce otra magnitud a la que quizá no se le haya prestado la atención debida: Nemo es un libertador, un condottiere, cuyo concepto de libertad difiere, radicalmente, de aquél que se deriva la tríada revolucionaria. Cuando Nemo hable de la liberación de su reino, no se referirá a la conversión de sus súbditos en ciudadanos, sino a la mera restitución de su linaje, consagrado por la costumbre y por la sangre. Ocurre así que en las Veinte mil leguas... lo que se ofrece al lector (a un lector acrítico y pueril, si hemos de creer a Barthes), es el nuevo marco conceptual que acoge al XIX. Un marco en el que son las pulsiones anímicas, y no las virtudes del raciocinio, quienes ocupan el discurso de la política y arte. Hoy diríamos que Nemo era un nacionalista, prestigiado por la lucha armada. Pero también cabe añadir que el ámbito que surca Nemo -y Verne junto a él- fue el ámbito de lo indecible y lo infinito.

Cuando Nemo busque la soledad del océano, cuando visite las venerables ruinas de la Atlántida, cuando se adentre en la música, en el recuerdo, en la herida abierta de su desdicha, nos hallaremos ante una expresión figurada de lo inexpresable. Nemo ama la Naturaleza en la misma medida que odia al hombre civilizado. Y es en esa pureza de lo natural, más el secreto idioma con que la vida prolifera y tiembla, donde el capitán del Nautilus creerá encontrar un paralelo con su antiguo reino. Para Nemo, el hombre es una eflorescencia de la tierra y no un fruto de la civilización. Y utilizará la técnica para demostrarlo. Su postrera inmersión en el maëlstrom no haría sino afirmar esta vieja convención romántica. Al perderse en aquel vórtice de agua, Nemo se reintegra al flujo bárbaro e indiferenciado de la vida. Ahí, en esa oscuridad promisoria, el príncipe encontrará una suerte de inmortalidad; y el patriota, el abrazo mineral del mundo.

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