Cultura

El placer y el dolor de la memoria

Programa: Canciones de Franz Schubert, Gabriel Fauré, Gustav Mahler, Samuel Barber y Manuel de Falla.. Soprano: Barbara Hendricks. Piano: Ariane Jacob. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Domingo, 11 de marzo. Aforo: Casi lleno.

Me ha vuelto a pasar y bien que lo siento. Cada vez que asisto a un recital de una vieja gloria del canto fuera del tiempo de sus mejores prestaciones, cuando ya la voz va pidiendo el descanso y el retiro, me identifico con lo que debieron sentir Rodrigo Caro ante Itálica, Quevedo ante Roma o Volney ante Palmira: la desoladora nostalgia por la belleza perdida, engullida por el cruel paso del tiempo; la melancolía por lo que fue y ya no volverá; por todo el esplendor derribado y del que las piedras que afloran en el mustio collado son sólo una ráfaga de memoria.

Al igual que en esas ruinas es posible aún asombrarse por la perfección de un capitel prostrado en el polvo, de una bien perfilada basa o de un arco solitario que desafía a Cronos, también con Barbara Hendricks es posible aún detectar breves fulgores de la que fuese una de las voces más conmovedoras y cálidas de su generación. Así, su capacidad de instrospección emocional en los momentos más íntimos, o su sensibilidad en la acentuación. Todavía se pueden salvar estrechas franjas de su registro, las más centrales, que aún suenan con cierto brillo y corren por el espacio con nitidez y belleza tímbrica.

Pero no pidamos más. Una irreprimible pátina ha velado casi todo el recorrido de su voz, eliminando prácticamente todo el metal y convirtiendo en mates los sonidos. La falta de control del apoyo convierte el pasaje hacia la zona grave en un abismo desimpostado desde donde aflora una voz fea y descolocada y baste para ello recordar ese ¡Que a nadie se la diré! del Polo de Falla, más gritado que cantado. Ese mismo problema en el apoyo convierte la emisión, cuando debe afrontar largas notas en piano, en un fluctuante bamboleo. Ya no hay (nunca la hubo en demasía, hay que reconocerlo) agilidad para afrontar los pasajes más rápidos de Der Musensohn y mucho menos para resolver los melismas del mencionado Polo, así que tiene que recurrir a ralentizar, suprimir notas y caer a menudo en el tedio. Puestos a salvar un momento lo haría con su reconcentrada versión de Ich bin der Welt de Mahler, el único de los Rückert-Lieder que puede asimilarse a la versión de Hampson de hace unas semanas.

Hubo buen guía para las ruinas en Ariane Jacob, precisa, atenta y muy expresiva desde el teclado.

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