Las piedras vivas

Las ruinas | Crítica

El nuevo ensayo de Manuel Gregorio González es un brillante ejercicio de historia cultural que recorre el motivo de las ruinas desde el primer Renacimiento hasta la edad contemporánea

Manuel Gregorio González (Sevilla, 1970).
Manuel Gregorio González (Sevilla, 1970).

22 de mayo 2022 - 06:00

La ficha

Las ruinas. Una historia cultural. Manuel Gregorio González. Athenaica. Sevilla, 2022. 254 páginas. 25 euros

Desde los artículos inaugurales de Gran Sur, hace ahora casi veinte años, Manuel Gregorio González ha dado a conocer una obra literaria que en el registro biográfico –Torres Villarroel, a orillas del mundo (2004), Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío (2007)– o en el ensayístico –El arte inútil (2008), Los seres agónicos (2014)– participa de una tradición que no concibe la prosa de ideas sin el cuidado de la escritura, es decir que aborda los temas tratados rehuyendo la frialdad académica y desde la convicción, patente también en su manera de ejercer la crítica, de que el fondo de cualquier asedio es indisociable de la forma. Es por eso por lo que todos sus libros, al margen del objeto en el que fijen la mirada, tienen un aire familiar que los hace reconocibles, pues encontramos en ellos esa decidida vocación de estilo –el aliento d'orsiano, una desusada calidad de página– que distingue a los ensayistas que no se limitan a la exégesis. Su nueva entrega, Las ruinas, aparecida en las prensas de Athenaica, traza un vasto panorama que comprende varios viajes en el tiempo: a la propia Antigüedad que nos dejó los restos de un mundo desaparecido, pero fundamental en el nacimiento de la modernidad, y sobre todo a las épocas posteriores en las que aquellos, ya desde el no tan oscuro Medioevo, fueron reinterpretados a partir de sensibilidades muy distintas, por lo mismo reveladoras.

El valor simbólico de las ruinas ha variado con la evolución de las ideas estéticas y morales

El asunto, "la invención de la ruina como objeto cultural", queda perfectamente enunciado y delimitado en el "Pórtico" con el que se abre el itinerario, que sitúa el punto de partida en el primer Renacimiento, cuando "las piedras vivas" que dieron título al libro de Fumagalli –vivas, diríamos para el caso, en tanto que parlantes e inspiradoras de visiones proyectadas en los presentes sucesivos– dejaron de ser vestigios reutilizables para alimentar el noble ensueño retrospectivo de los humanistas y a la vez, gracias a la perspectiva, contribuyeron a sentar las bases de la ciencia moderna. Es el tiempo, dice el ensayista, lo que realmente descubren los anticuarios, que al venerar la sancta o sacra vetustas están de hecho defendiendo un programa porvenirista. Desde entonces, el valor simbólico de las ruinas ha ido variando en paralelo a la evolución de las ideas estéticas y morales –o políticas– y de los cambios de mentalidad, vinculados a otros muchos aspectos que se enlazan en una trama de grosor enciclopédico. El viaje al ayer puede ser "concebido como una bella fantasmagoría", dar pábulo a una "poética de lo irreparable", incitar a la serena contemplación o por el contrario a la pesadilla. El recorrido abarca la melancolía barroca, la grandiosidad neoclásica, las brumas románticas y, ya hacia al final, los desórdenes de la edad contemporánea: todo un fresco, elegantemente ilustrado, que remontándose al pasado no deja de hablar de cualquier tiempo.

Este modo de cultivar el ensayismo no merece otro nombre que el de gran literatura

El rastreo de las variaciones de un motivo recurrente a lo largo de los siglos es un procedimiento habitual de las historias culturales, género del que el autor ha tratado a menudo en sus excelentes recensiones de obras ajenas, siempre aportando, como hace también aquí, un contexto que ensancha y trasciende la materia abordada. Lo que convierte este ensayo en un libro extraordinario tiene por lo tanto menos que ver con el enfoque, donde Manuel Gregorio González ha seguido el rumbo trazado por los maestros, notorios estudiosos como Burckhardt, Gombrich, Panofsky, Warburg o Chastel, por citar sólo unos pocos, que con su admirable conocimiento del arte, la literatura, el pensamiento y el resto de las disciplinas humanísticas que conforman el legado de Occidente, por una parte, y muy en especial, por la otra, con la prosa de alto calado –rítmica e impecablemente modulada, densa y a la vez ligera, repleta de hallazgos y acuñaciones felices– en la que se despliegan sus inquisiciones. Populoso de nombres propios y acogido a un sinfín de referencias, el discurso de Manuel Gregorio ofrece coordenadas muy precisas, pero su brillantez, su intensidad, su fuerza esclarecedora, no resultan del mero acopio, sino de la poderosa escritura que las sustenta. Podemos hablar en su caso y con toda propiedad de una erudición festiva, puesto que instruye al lector y a la vez lo gratifica, de un modo no distinto al que asociamos, no siempre con motivo, a las obras de creación. Este modo de cultivar el ensayismo no merece otro nombre que el de gran literatura.

'Et in Arcadia ego' (1637) de Nicolas Poussin, su segunda versión del mismo tema.
'Et in Arcadia ego' (1637) de Nicolas Poussin, su segunda versión del mismo tema.

Nostalgia de la Edad de Oro

Las mismas piedras que nos acompañan desde hace milenios, dejando aparte los hallazgos de otras que permanecieron ocultas, han inspirado sentimientos diversos, e igual las imágenes o hasta las palabras. Yendo más allá de la interpretación de Panofsky, que le dedicó al tema una monografía clásica, Et in Arcadia ego: Poussin y la tradición elegíaca, donde señalaba el desplazamiento del significado de la expresión latina, referida en un principio a la Muerte, con sentido admonitorio, y después atribuida al habitante del sepulcro, es decir reconvertida en expresión de nostalgia, Manuel Gregorio repara en otra significativa diferencia entre la versión del lienzo del Guercino y las posteriores de Poussin, todos de la primera mitad del XVII. La clave, para nuestro ensayista, está en el tiempo en el que se sitúa la escena, que en el caso del segundo –lo prueban las vestimentas– es no el contemporáneo del artista sino el remoto de la Antigüedad. Y es esa lejanía, la presentación de la escena como una "estampa documental" de sabor arqueológico, lo que refuerza el fondo de melancolía y su carácter concerniente, en apariencia paradójico si no tenemos en cuenta la perdurable añoranza de la Edad de Oro.

stats