Juan Manuel Bonet. Crítico de arte, historiador y comisario

"La rusticidad de la vanguardia española resulta muy atractiva"

  • El ex director del Museo Nacional Reina Sofía muestra en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo el papel transformador que las tipografías, revistas y carteles asumieron en el movimiento moderno

Juan Manuel Bonet (París, 1953), uno de los grandes intelectuales españoles y ex director de los Museos Reina Sofía e Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), se formó entre Sevilla y Madrid, donde ahora reside. Es el comisario de la exposición Impresos de vanguardia en España (1912-1936), que puede verse hasta el 2 de mayo en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, y el presidente de la Fundación Cansinos, cuyos archivos van a trasladarse a Sevilla. En esta ciudad pasó su primera juventud, compartiendo amistad y pinceles con Zóbel, Carmen Laffón -"me cambió un dibujo suyo por uno mío; está claro que gané yo con el trueque"- y Quico Rivas.

-La vanguardia colocó en un pedestal la pintura y, en menor medida, los manifiestos. ¿Por qué dedica una muestra a los impresos?

-Este país ha tenido siempre como cosa menor el papel pero yo, en los museos que he dirigido, me he empeñado en que se coleccionen revistas, pasquines y carteles, entre otros materiales efímeros. Mientras que las vanguardias internacionales -como la rusa o la italiana- están archiestudiadas, la española se ha dejado de lado a nivel internacional. Se tiende a pensar que este país aportó menos que otros y que la contribución española se hizo, desde París, a través de Picasso, Miró o Juan Gris. Por contra, la rusticidad y paletería de la vanguardia española es muy atractiva: esos charoles y papeles de estraza, esas publicaciones ultraístas con grandes moldes, el uso del pochoir...

-Abruma ver cuántos autores españoles apostaron por el rol transgresor de las tipografías.

-Muchos de nuestros poetas hicieron tipografías espléndidas, como Juan Ramón Jiménez, o como los malagueños de Litoral. Trapiello ha comparado publicaciones de Altolaguirre y de Cocteau y son muy parecidas: ambos eran aficionados a la Bodoni, un tipo de letra del siglo XVIII. Estos malagueños copiaron también de Francia los charoles, logrando un uso precioso y festivo que mejora el original. Litoral, además, fue modelo para muchos que vinieron después, como los sevillanos de Mediodía. También Bergamín usó tipografía en Cruz y Raya. Y Max Aub, sobre todo en el exilio mexicano: Sala de Espera, llamada así por la espera de que muriera Franco, es un delicioso muestrario de viñetitas románticas que no he incluido en el CAAC porque no atendemos el periodo posterior a julio del 36. También el padre de todas nuestras vanguardias, Ramón Gómez de la Serna, utilizó desde muy pronto los viejos tipos e imprentas con afán revolucionario como puede verse, por ejemplo, en la cubierta-damero de su primera recopilación de Greguerías.

-¿Por qué jugaron un papel tan decisivo ciudades más periféricas, como Huelva y Cádiz?

-Fue un momento en que las pequeñas ciudades tenían en España unos modernos con señas de identidad muy parecidas: leían a Joyce y a Freud, vivían en chalets racionalistas de estilo barco, iban al cineclub, estaban suscritos a la Revista de Occidente… Cunqueiro, por ejemplo, llegó a lanzar en su remota Mondoñedo (Lugo) esta revista, Frol de diversos, y hasta se inventó la Oficina lírica do Este galego. Huelva fue una ciudad ejemplar en las vanguardias históricas. Allí, tres fantásticos poetas -Fernando Villalón, Adriano del Valle y Rogelio Buendía- hicieron una preciosísima revista, Papel de Aleluyas, que reivindicó lo popular y decimonónico. De Buendía incluyo aquí dos libros: el primero suyo ultraísta (La rueda del color) y Guía de jardines, que está ilustrado con viñetas del XIX y apareció como primer suplemento de Papel de Aleluyas. Esta publicación, en la que llegaron a participar Norah Borges, Jiménez Caballero y Gómez de la Serna, agitó de modo fantástico las aguas tranquilas de la Huelva de la época. Cádiz también tuvo su revista, Isla, pero no está en la exposición porque tipográficamente no me parece tan relevante. La hacía Pedro Pérez Clotet, un poeta ultraísta de Villaluenga del Rosario a cuyo poemario Trasluz (1933) le dedicó una reseña Miguel Hernández en Diario de Cádiz.

-La muestra concluye con varios libros y revistas del fatídico 1936 y subraya la división de la vanguardia antes de saltar en pedazos.

-Sí, hay varios ejemplos de ello. Siguiendo con Huelva, encontramos el caso del poeta vanguardista José María Morón, un autor de Puebla de Guzmán del que expongo su libro Minero de estrellas, que tiene una cubierta magnífica del pintor sevillano Monsalves y la considero una de las mejores muestras de cierto vanguardismo rústico andaluz. Morón publicó sólo ese libro, del que hizo dos ediciones, pues al principio de la Guerra Civil fue detenido en Nerva y se le dio por fusilado en el bando republicano, que llegó a publicarle una necrológica en El Mono Azul. Pero lo cierto es que un investigador holandés le siguió la pista y descubrió que se había ocultado en un oscuro Ministerio y que terminó publicando sonetos falangistas. Son los dramas de la contienda. Otro caso significativo es Alfonso Ponce de León, un pintor amigo de Lorca que se hizo falangista antes de la guerra y fue asesinado en Madrid con varios miembros de su familia en agosto del 36. O José María Hinojosa, amigo de pintores como Bores, Dalí y Ángeles Ortiz, que estuvo en candidaturas antirrepublicanas y fue asesinado en Málaga en 1936.

-¿Qué otro rasgo de la vanguardia española destaca aquí?

-Que los principales protagonistas son los mismos autores entrecruzándose constantemente: Juan Ramón, Gómez de la Serna, Gabriel García Maroto, ciertos portadistas, el escultor y pintor anarquista Ramón Acín… Es éste otro personaje fascinante, asesinado al comienzo de la guerra y del que muestro varios carteles. Acín, que era de Huesca, le pagó a Buñuel su película de las Hurdes, Tierra sin pan, porque le prometió hacerlo si le tocaba la lotería. Y así sucedió.

-El papel de las mujeres es intenso. Vemos obras de Maruja Mallo, Goncharova, Delaunay...

-Enseño muchas obras de Maruja Mallo pero en esos años hay mujeres españolas en todos los cenáculos. De las extranjeras, junto a Norah Borges y Goncharova destaca Sonia Delaunay, que incorporó el arte moderno a la vida cotidina y los enamoró a todos. Cansinos Assens llegó a convertirla, en su novela El movimiento V. P., en una escultora de chocolates y diseñadora de trajes de papel de periódico. Entre las españolas me apasiona Lucía Sánchez Saornil, que firmaba en aquella época como Luciano de San-Saor [una contracción de su nombre], luego fundó con su verdadero nombre Mujeres libres de la CNT y terminó en Valencia como pintora de abanicos. De Concha Méndez, primera mujer de Altolaguirre, expongo su obra El carbón y la rosa, ilustrada por Moreno Villa. Y de María Teresa León la revista de propaganda soviética Octubre donde, por la atmósfera tan radicalizada de esos años, Alberti y ella sumaron como colaboradores a gente que luego se apartaría, caso de Luis Cernuda y Antonio Machado.

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