La tentación de Noé
Yo mismo y otros animales
Alianza publica 'Yo mismo y otros animales', memorias póstumas del naturalista británico Gerald Durrell, compuestas a partir de unas memorias inconclusas y algunos fragmentos de su obra, y donde comparecen, como es costumbre, el humor, la inteligencia y el lirismo.
La ficha
'Yo mismo y otros animales'. Gerald Durrell. Alianza. Madrid, 2025. 368 págs. 22,95 €
Es fácil adjudicar a Gerald Durrell una progenie antigua. Ya sea la del naturalista, a la manera perspicaz y arcaica de Aristóteles, cuando relata su soleada infancia en Corfú; ya la del recolector veterotestamentario, un Noé adusto y laborioso, cuando enumera sus viajes en pos de animales en peligro de extinción, para formar, con posterioridad, un zoo. El lector de Durrell conoce, probablemente, estas similitudes del naturalista británico con las figuras venerables de la antigüedad, en tanto que agente activo, que obra sobre la naturaleza y sus criaturas. Hay, sin embargo, una figura previa que explica ambas similitudes posteriores: en Durrell está la fascinación primera de un Adán, antes de que “el mundo encantado” en el que habita se vea ensombrecido por la avidez del hombre. Dicha fascinación, por otra parte, se infiere con naturalidad de la propia escritura, fuertemente descriptiva y lírica, de Durrell.
En Durrell opera y se revela una suerte de franciscanismo
Más allá, pues, de su reputación como científico y su celebridad como autor literario, en Durrell opera y se revela una suerte de franciscanismo, donde al deslumbramiento primero se suma el amor pánfilo y ecumenal por cuantas criaturas se tropieza. En esta biografía de Durrell, construida con textos dispares, a falta de una verdadera biografía al uso, lo que encontramos es, como dijimos, una vaga alusión a los arquetipos y héroes del mundo antiguo. Pero también, de modo más preciso, a los naturalistas del XVIII-XIX, que fueron inventariando el mundo con minucia encomiable. Esto implica que hay en Durrell cierta idea incisiva del científico sobre el medio en que trabaja. Lo cual se traduce en una necesidad que hoy pudiera resultar embarazosa, pero cuya utilidad, a juicio de Durrell, es manifiesta. Dicha necesidad es la de preservar las especies en peligro, mediante la cría en zoológicos, que además permitiría un estudio mucho más atento y provechoso de la fauna. Esta ingeniería “ecológica” llevada a cabo por Durrell viene estrechamente vinculada a su concepción adversa del mundo contemporáneo, que pudiera resumirse en dos fenómenos, hoy magnificados: el turismo y la publicidad, como expresiones inmediatas de un craso mercantilismo.
Contra esto cabría argüir que es el mismo mundo que faculta la cría en cautividad -un mundo hijo del XVIII viajero y cientifista-, el que ha ideado el viaje al por mayor y los modos de promocionarlo. Darrell, hombre de practicidad suma, no dejará de apreciar las ventajas y los inconvenientes de dicho sistema publicitario, que otorga celebridad al oso panda y olvida a otros animalejos menos “achuchables”. Tal paradoja, por otro lado, no hace sino recordar una de las características más acusadas del mundo contemporáneo: es un interés masivo por lo virginal, lo exótico y lo lejano, aquello que pudiera contribuir a la extinción de tales atractivos. En tal sentido, será el mismo cálculo científico que lleva a Darrell a crear un zoo y preservar especies en peligro, el que sustancie su idea de paraíso y su concepto del turismo como realidad colosal y moda adversa. En buena medida, pues, en la obra de Durrell vemos cómo se formalizan lo lugares comunes del naturalismo actual, cuando se manifiesten en toda su evidencia. Las páginas dedicadas a “La Gran Barrera de Arrecifes” y “El mundo encantado”, son páginas de extraordinario lirismo, donde se aúna el ensueño primordial del Edén y una belleza moderna: aquella que se deriva del conocimiento y la expresión científica. A este tipo de literatura pertenece el texto titulado “El Abominable Hombre de las Nieves”, donde Durrell defiende, con excelente humor, no la insensatez de tales especulaciones, sino la probabilidad de que existan grandes animales, todavía ocultos al ojo ávido -pero lleno de escepticismo- del naturalista. Es ahí donde Durrell formula la posibilidad y la necesidad del misterio que sustenta su concepto populoso, bullente y delicado, de naturaleza. Esta idea de magia, de encantamiento, de milagro colorido y vivo, es probablemente la idea fundamental en la que descansa su obra.
Para justificar esta biografía en taracea, Durrell acude a una anécdota ocurrida entre el rey Jorge III y el benemérito y desdichado Edward Gibbon, quien obsequió al monarca con un ejemplar de su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, sin que su majestad se entusiasmara particularmente: “Otro pedazo de libraco. Siempre garabateando, ¿eh, señor Gibbon?”.
“Yo espero -escribe Durrell en apoyo de su empresa- que estos garabatos resulten divertidos”.
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