La zona de interés | Crítica

La moral de la forma: banal representación de la banalidad del mal

Sandra Hüller, en 'La zona de interés'.

Sandra Hüller, en 'La zona de interés'.

Al salir del cine el amigo con el que había visto la película me recordó unas declaraciones del director del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau: "Todas las decisiones sobre la conservación de Auschwitz son morales". A mi vez yo le recordé el conocido (entre los cinéfilos, claro) artículo de Jacques Rivette de contundente título –De la abyección– publicado en Cahiers du Cinema allá por 1961, en el que, a propósito de la película Kapo de Pontecorvo, escribía: "Observen el plano en que Emmanuelle Riva se suicida arrojándose sobre los alambres electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia delante para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio". Eran los tiempos exigentes de la Nueva Ola en los que Luc Moullet decía que "la moral es una cuestión de travellings", frase que Godard, Rivette y otros hicieron suya aplicando la dimensión moral unas veces al travelling y otras al montaje. En cualquier caso, todos estaban de acuerdo en que la moral del arte es la moral de sus formas.

Venía la cosa a propósito de que la película que acabábamos de ver era La zona de interés de Jonathan Glazer que nos ha llegado cargada de premios y nominaciones –desde Cannes y los Bafta a los Globos de Oro y los Oscar– e incensada por casi toda la crítica, con muy pocas y reconfortantes –que siempre anima no ser el único que ve al rey desnudo– excepciones. Glazer ha partido de una novela del mismo título de Martin Amis –que ya había abordado el nazismo y Auschwitz en La flecha del tiempo– con la que se ha tomado muchas libertades al escribir el guión. Suprime casi todos los personajes, y por lo tanto las relaciones entre ellos, para centrarse solo en Rudolph Hoss, el comandante de Auschwitz, y su mujer Edwig, con los hijos como complemento del retrato familiar y la breve aparición de su suegra como fugaz y minúsculo de rechazo a lo que allí sucedía. Hoss fue un modelo de eficiencia alemana logrando en 1944, en la llamada Acción Húngara, el récord de gasear 320.000 judíos en ocho semanas, alcanzando los 10.000 asesinatos diarios. Durante el proceso de Nuremberg estimó con absoluta frialdad que en Auschwitz habían sido asesinadas entre 2,5 y 3 millones de personas. Hoss vivía con su mujer y sus hijos en un chalet con jardín y piscina situado junto a los muros del campo de exterminio.

La decisión de Glazer de prescindir de otros personajes y de las relaciones entre ellos se corresponde a lo que, en la primera parte de la película, parece una opción inteligente, valiente y estremecedora: retratar con fría distancia y total objetividad –casi como si las imágenes fueran documentales o estuvieran tomadas por cámaras de vigilancia– la feliz vida de estos padres ejemplares y cariñosos en un pequeño paraíso doméstico –césped, piscina, flores, sirvientes, cómodas estancias, fiestas de cumpleaños, lectura de cuentos para dormir a los niños, excursiones campestres– separado solo por un muro del mayor infierno que haya existido sobre la tierra. El horror no se ve nunca, solo se oye el sonido industrial de los crematorios (que el cine reprodujo por primera vez en La zona gris, la gran y durísima película de Tim Blake Nelson) y los ecos de gritos y disparos, solo se ven al fondo las chimeneas humeantes.

Una decisión inteligente y valiosa que traslada al sonido y al fuera de campo el horror que la admirable –¡y tan distinta!– El hijo de Saúl mostraba con pudor desenfocando el fondo y manteniendo a su protagonista en primer plano. Desgraciadamente lo arruina todo con las imágenes simbólicas, oníricas o lo que usted quiera ligadas al cuento que Hoss lee a su hija, con su salida del entorno doméstico y del campo de exterminio, con los retóricos planos cenitales (terrible el de la reunión preparatoria de la aceleración de la Solución Final y la Acción Húngara) enfatizados por el gran angular, con los efectos de música electrónica, con la inserción de las imágenes de las limpiadoras preparando hoy las salas del Museo de Auschwitz que, lejos de cumplir su supuesta función de incidir en la banalización del mal a través de llamado turismo negro, logran el efecto contrario).

Arruina así su propia película, demuestra que quien hasta ahora solo ha dirigido brillantes videos musicales, las mediocres Sexy Beast y Reencarnación o la pretenciosa Under the Skin, no tiene fuerzas creativas ni éticas para afrontar esta historia, para mantener el tono de dura sobriedad y distante objetividad logrado en su primera parte al recluirse en el paraíso familiar lindante con el infierno que debía representar esa banalidad del mal sobre la que escribió Arendt a través de la fría, objetiva y distante narración de la normal vida familiar del asesino de cientos de miles de personas que cada mañana sale en su caballo hacia el campo de exterminio como un buen padre de familia que lo hiciera camino de su oficina.Y la película deriva hacia el territorio inmoralmente estetizado del que escribió Rivette en su crítica de Kapo, haciendo que sus opciones estéticas –más bien gratuita y ofensivamente esteticistas– banalicen esta pretendida reflexión sobre la banalidad del mal. En las interpretaciones destaca en solitario una soberbia Sandra Hüller, que ya nos admiró en Anatomía de una caída –2023 fue su año, desde luego–, que resulta mucho más estremecedora como la mujer de Hoss que el mediocre Christian Friedel interpretándolo.

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