Una semana después, vuelvo a este rincón con la ilusión desinflada, desengañado porque cuatro años después, reincidimos. Como en Rusia, fuimos más chulos que nadie y volvimos a dar mil toques inocuos en unos octavos de final de un Mundial para irnos a casa antes de lo que el nivel de nuestra selección hacía presagiar. Porque a pesar de que los caprichos de Luis Enrique no han tapado las carencias en algunos puestos, la selección estaba para cuartos.

Luego ocurre que los Mundiales distan de ser una ciencia exacta -¿o acaso Marruecos está entre las cuatro más potentes del planeta fútbol hoy?- y la combinación de estado de forma, confianza, equilibrio táctico y esa necesaria pizca de fortuna te puede llevar a un estrato más alto, tan engañoso como gozoso.

Esos súbitos giros del destino han obrado como esas especias mágicas que redondean el inconfundible sabor del fútbol. Esa fórmula que ha triunfado como la Coca-Cola. Y aunque aún me escuece esa reincidente disertación de fútbol hueco de la España de Luis Enrique ante Marruecos, al mismo tiempo me reconforta que en cada edición emerjan inopinados héroes, como en Qatar nuestros vecinos del sur.

Lo que están haciendo los marroquíes es admirable. Cada cual se hace competitivo como puede y ellos lo hacen desde un esfuerzo colectivo que por momentos está resultando extenuante incluso para el espectador. Cansa verlos cómo van a cada pelea, cómo se apoyan y se cubren. Si alguien en una escuela de fútbol tiene duda de que en el fútbol prima lo colectivo, que le eche un vistazo a los partidos de los denominados Leones del Atlas ante España o Portugal.

El estratosférico salto de En-Nesyri, que los estadísticos de la FIFA elevan por encima de uno digno de récord de Cristiano, viene a simbolizar cuán altos vuelan los marroquíes. Y, viendo la temporada del sevillista, cuán caprichoso es el fútbol. Como Luis Enrique.