Existen diferentes formas de regulación y todas tienen sus inconvenientes. La que mejor conocemos es la que afecta al mercado eléctrico. La llamaremos regulación en base a los costes de producción y consiste en compensar a las empresas por el riesgo que asumen, garantizando un excedente sobre sus costes. El principal inconveniente es que desaparecen los incentivos al esfuerzo para la reducción de costes y ayuda a entender los elevados sueldos a directivos o comportamientos cercanos al despilfarro que a veces se observa en las eléctricas. La impresión, por tanto, es que la regulación en base a costes nos aleja de la eficiencia asignativa (asignación de los recursos a los empleos más eficientes) que debería ser el objetivo de la regulación. Añadamos un par de sutilezas.

La primera es que no hay límites a los beneficios. Pueden ser ilimitados, lo que explica la conformidad de las empresas del sector con esta metodología y su tenaz oposición a modificarla. La segunda, que la inmediata reacción de las empresas ante el regulador para repercutir en el precio cualquier aumento de los costes, contrasta con la lentitud de la respuesta cuando se reducen. En la práctica supone precios y costes con comportamientos asimétricos, tanto más distantes, cuanto menor la capacitación y la información del regulador, sobre todo porque son las propias empresas las que han de facilitar la mayor parte de la que necesitan para realizar sus funciones.

Hay más inconvenientes, como la oportunidad que tienen las empresas de imputar a las actividades reguladas costes generados en las no reguladas. En el caso de las eléctricas, donde las mismas empresas son los principales operadores en los segmentos mayorista y minorista, esta posibilidad es más que evidente. La consecuencia es siempre la misma: las empresas garantizan sus beneficios y los consumidores resultan perjudicados.

Una opción alternativa es la regulación en base a una tasa justa de retorno, más habitual al otro lado del atlántico. En este caso se establece un beneficio razonable, no ilimitado, que garantiza la viabilidad de las empresas y la protección del usuario. En la práctica los resultados no son muy diferentes, porque los incentivos a inflar los costes siguen estando presentes y el resultado muy alejado del objetivo de eficiencia asignativa, que implica aproximación del precio al coste marginal.

Una tercera alternativa es topar el precio. Lo hemos visto en el caso del gas y los alquileres. El precio se ajusta a la inflación y se deduce el aumento de la productividad, lo que incentiva a las empresas a reducir costes para aumentar sus beneficios. El problema es que, con el precio topado, también existen incentivos para reducir la calidad del producto. El perjudicado vuelve a ser el usuario, que no encuentra la manera de defenderse en los mercados de competencia limitada. El problema es que la ausencia de regulación que propugna la escuela de economía de Chicago (los daños que provoca la regulación son peores que los que intenta corregir), tampoco es solución porque da pie al abuso de posición dominante de los productores. Un asunto complicado, pero para eso están, o deberían estar, los gobiernos.

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