Se complica considerablemente el panorama independentista, la CUP se niega a aceptar a Jordi Sánchez como presidente.

Pondrán el acento en que el Tribunal Constitucional y el Supremo no respetan los derechos políticos de los que se encuentran en prisión preventiva, y Junts per Catalunya incluso anuncia una querella criminal contra el juez Llarena si no excarcela a Jordi Sànchez o se niega a que acuda a su sesión de investidura.

Llarena no hace más que cumplir con la ley, a la que paradójicamente recurren los independentistas cuando les vienen mal dadas. Pero la hipocresía llega a su grado superlativo cuando se enrabietan contra la CUP por dejarles colgados, por no cederle los dos o tres votos que necesitan para conseguir que su candidato sea investido. Porque lo tienen muy fácil: que dimitan Puigdemont y los dos parlamentarios que le acompañan en Bruselas, de manera que corra la lista y puedan ser sustituidos por parlamentarios que sí se encuentran en condiciones de votar presencialmente. Pero no, ninguno de los tres que arremeten contra la CUP, tienen la menor intención de ceder su puesto, entre otras razones porque perderían sus sueldos. A eso se llama ser independentista a la carta o a conveniencia.

Hay independentistas de convicciones profundas, como los que siguen en prisión, otros han apostatado ante el juez de todo aquello en lo que creían y el tercer grupo lo forman Puigdemont y sus compañeros de escapada, que dictan órdenes desde Bruselas o Waterloo.

Se inicia un nuevo capítulo de la novela independentista, que aburre ya a los propios independentistas, hartos de tiras y aflojas, propuestas que no se concretan, anuncios que no se cumplen y sonoros acuerdos seguidos de aún más sonoros desacuerdos.

Mientras el director de escena sea un Puigdemont que solo vela por sí mismo, y mientras nadie ose plantar cara al fantasma de Waterloo, esta historia más que interminable es insoportable.

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