Análisis

Rafael Ruibérriz de Torres Fernández

Músico y gestor cultural

La novena saetilla del Silencio y el origen de lo que hoy llamamos música de capilla

El autor hace un repaso por el nacimiento de este tipo de música en la Semana Santa y cómo las populares saetas de la Hermandad del Silencio fueron clave para su desarrollo

La novena saetilla de El Silencio y el origen de lo que hoy llamamos música de capilla

La novena saetilla de El Silencio y el origen de lo que hoy llamamos música de capilla

Las capillas musicales eran conjuntos musicales que, ya desde la Edad Media, adscritos a catedrales y otras instituciones religiosas, se encargaban de poner música en la liturgia. Incluso, las casas señoriales más notorias disponían de su propia capilla musical. En un primer momento estaban formadas sólo por cantores, pero poco a poco se fueron adhiriendo instrumentos, siendo el primero de ellos el órgano.

La literatura para órgano nos ha legado infinidad de ejemplos de versillos escritos desde finales de la Edad Media. Los versos o versillos son breves piezas, a veces agrupadas en series (juegos de versos), que los organistas utilizaban para reemplazar al coro en el canto de versos y versículos de salmos y otros cantos litúrgicos. Por ejemplo, si el coro cantaba los versos impares de un salmo, el organista interpretaba estas piezas en el turno de los versos pares, empleando la práctica alternatim. En un mismo canto, los versos del organista debían ser interpretados siempre en un mismo tono para ayudar al coro a mantener siempre el tono correcto. Esta práctica no sólo propiciaba variedad tímbrica, sino que además evitaba el cansancio de los cantores en piezas que, por lo general, eran muy largas. 

Novena saetilla de El Silencio (versión original)

Novena saetilla de El Silencio (arreglo de Juan Antonio Pedrosa)

Décima saetilla de El Silencio

La aparición desde mediados del siglo XVI de los instrumentos de viento (chirimías, bajones, sacabuches, cornetos, etc.) en las capillas musicales de las catedrales, en su conjunto llamados grupo o copla de ministriles, trajo consigo la aparición de los nuevos versos instrumentales. Como los instrumentos de viento se pueden tocar fácilmente mientras se camina, los ministriles, además de tocar durante la liturgia interna y en los desplazamientos de los caperos (autoridades religiosas), también solemnizaban las procesiones que se celebraban fuera de los templos. El cometido principal de los ministriles en las procesiones era precisamente la interpretación de versos instrumentales durante el trascurso de la comitiva, como sucedía con los versillos organísticos, siempre en un mismo tono salmódico y en alternatim con el coro, ya fuese de canto gregoriano o de polifonía. 

En el Quinientos, la Semana Santa se caracterizó por su sencillez y austeridad, y prueba de ello es que en 1567 los sacerdotes del Asilo de San Pedro, «con su música formada de cantores», entonaron salmos penitenciales delante de las andas de las imágenes de Nuestra Señora y San Juan Evangelista de la Hermandad de El Silencio, mientras los nazarenos iban «cantando en tono bajo los salmos». Por el contrario, durante el siglo XVII y hasta mediados del XVIII las cofradías, influenciadas por la gran revolución artística de los grandes excesos decorativos, tendieron a la búsqueda del esplendor y al carácter festivo en su forma externa. En este periodo barroco, sin embargo, las capillas musicales y sus ministriles (por lo general chirimías y bajones) siguieron manteniendo las estructuras formales del siglo anterior, si bien sus repertorios de breves versos, como se observa en los tantísimos conservados para órgano de Cabanilles, Elías o Nebra, sí fueron adaptándose a los nuevos lenguajes estilísticos. 

Medallón de los ministriles. Medallón de los ministriles.

Medallón de los ministriles. / M. G.

En este contexto, podemos imaginarnos a los cantores e instrumentistas de la capilla musical de la Parroquia de San Miguel de Sevilla empleando la práctica alternatim en el canto de los salmos en sus salidas procesionales de 1720 que hicieron, según sabemos por Francisco Senra, con las hermandades de El Silencio (actualmente La Amargura), El Traspaso, El Rosario, San Isidro o la Encarnación de Triana. 

Nueve años más tarde, en 1729, el oboe accede a la nómina de la capilla musical de la catedral hispalense y convivirá durante algunos años con su antecesora, la chirimía. El fagot, por su parte, lo hará en 1766, coexistiendo del mismo modo con su antecesor el bajón hasta mediados del siglo XIX. Las investigaciones del musicólogo Héctor Eulogio Santos corroboran que, hasta bien entrado el siglo XIX, los ministriles seguían interpretando en alternatim breves piezas o versos, a veces denominados canciones o marchas, y que los instrumentos que los interpretaban podían ser cualquiera de los que integraban la sección de viento de la capilla musical. Del siglo XVI, en Zaragoza, se encuentran ejemplos de composiciones para chirimías y, de 1751, en Palencia, existe un interesante juego de piezas para dos oboes y baxo (bajón o fagot) para las «funciones de Procesiones y de otros intermedios según costumbre antigua» escritos por Antonio Rodríguez de Hita. En diferentes instituciones religiosas catalanas también existen versos para cuatro chirimías; marchas para dos clarinetes, dos trompas, un clarín y un fagot; y dos tocatas para dos flautas y un fagot. Los versos instrumentales llegaron incluso a instituirse como una tradición local en Nueva España a finales del siglo XVIII, como afirma la musicóloga Jazmín Rincón, e incluso existen casos de versos que no son más que arreglos de piezas de grandes compositores como Haydn o Mozart.

Volviendo a la práctica musical en la archicofradía de El Silencio, sabemos por las investigaciones de Senra que, al menos desde 1779, la «Capilla Musical de la Iglesia Colegial del Salvador del Mundo de esta Ciudad» participó en sus cultos y estaciones de penitencia; que un tal Francisco de Paula Solís fue profesor de música, voz de contralto, oboe y violín de esta capilla musical desde 1783; que éste emitió recibos a la Hermandad desde 1796 a 1808 por su participación, acompañado habitualmente de otros dos músicos, en diferentes cultos; y que no sólo ingresó como hermano el 13 de marzo de 1800, sino que además ostentó el privilegio de no tener que pagar la cuota anual. 

Capilla Musical San Telmo en la Plaza de la Encarnación delante de la cruz de guía de Los Servitas Capilla Musical San Telmo en la Plaza de la Encarnación delante de la cruz de guía de Los Servitas

Capilla Musical San Telmo en la Plaza de la Encarnación delante de la cruz de guía de Los Servitas / M. G.

El único manuscrito anterior al siglo XX que recopila las ocho conocidísimas canciones para dos oboes y bajo de la Hermandad de El Silencio, agrupa y numera las piezas en dos juegos de cuatro canciones y señala en cada una de las partes instrumentales el apellido Solís. Con todo lo expuesto, es tan probable que Francisco de Paula Solís sea el autor de las piezas como que el uso originario de estos dos juegos de canciones fuese el de alternar los versos de los salmos cantados durante la cofradía, es decir, que se trate de versos instrumentales. Y es que, además, ambos juegos de canciones parece que siguen aquel principio de ayudar al coro a mantener el tono, porque, permítame el lector que entre en tecnicismos, todas las canciones están en la menor y, para colmo, el hecho de que todas finalicen en mi nos confirma que están escritas en el cuarto tono salmódico

Desde el último tercio del siglo XVIII, y hasta la mitad del siglo XIX, las hermandades y cofradías de Sevilla fueron víctimas de una profunda crisis. Sin embargo, el hecho de que la Hermandad de El Silencio fuese la que más veces salió en procesión durante este periodo, refleja su arraigo y fortaleza. Aunque las capillas musicales también entraron en un periodo de decadencia motivado, en parte, por las desamortizaciones que se sucedieron desde comienzos del siglo XIX y, en parte, por la irrupción de las bandas de música en los cortejos procesionales de la Semana Santa, la Hermandad de El Silencio, probablemente influenciada como todas por el costumbrismo decimonónico, consciente de su paisaje sonoro y de su particular estética tan afín a la de las primeras cofradías del siglo XVI, se mantuvo firme en el acompañamiento musical de los, aún denominados en algunas instituciones religiosas, ministriles, donde el clarinete ya tenía espacio propio. Algunas reseñas manuscritas en las partituras conservadas manifiestan el valor que la hermandad daba a sus canciones y el importante papel que jugaba la música en su estética. En 1865 se entrega una “copia de seguridad” del juego de piezas indicando que «se toca en la Cofradía desde tiempo inmemorial» y en 1869 se entrega otra «por si se pierde». 

Nos encontramos en pleno Romanticismo, y a partir de la segunda mitad del siglo XIX, favorecida en parte por el gran impulso de los Montpensier, comenzará una nueva etapa de auge para las hermandades, que convertirán sus salidas procesionales en una puesta en escena cargada de estampas pintorescas. Stephen Bonsal, corresponsal de la revista norteamericana The Century Magazine, destacó en 1898 el importante papel que jugaba la música en la cofradía de El Silencio y, en particular, la primera canción envuelta ya en una leyenda: «Una extraña y monótona música medieval llena el aire con un sonido pintoresco, aunque no carente de armonía. Se trata de una marcha fúnebre que fue compuesta para esta cofradía hace cuatrocientos años. Además, no puede desfilar al ritmo de ninguna otra más que de esta extraña mezcla de música instrumental, en la cual prevalecen los hoy en día poco comunes sonidos del fagot, el oboe y el clarinete. La música de esta marcha es religiosamente conservada en la Iglesia de San Antonio Abad, donde el organista me contó, mientras yo me ocupaba en transcribirla, que él creía que databa del tiempo de las Cruzadas, aunque, desafortunadamente, esta opinión no estaba basada en datos históricos, sino que se trataba de una mera tradición transmitida de un organista a otro». 

Capilla musical con cantores y ministriles en la Procesión del Corpus de Sevilla en 1747 Capilla musical con cantores y ministriles en la Procesión del Corpus de Sevilla en 1747

Capilla musical con cantores y ministriles en la Procesión del Corpus de Sevilla en 1747 / M. G.

De esta época, en la que, como hemos podido leer, el clarinete y el oboe ya venían sustituyéndose libremente, existe en el archivo de El Silencio gran cantidad de copias manuscritas de la primera de las canciones del primer juego. No cabe duda de que estos versos o canciones ya habían dejado de estar al servicio, en alternatim, del canto de los salmos y que el primero de ellos acabó siendo el único de los ocho que se interpretaba, convirtiéndose en sello y emblema de la Hermandad. 

Inmersos ya en el fenómeno regeneracionista y en el regionalismo andaluz, esta pieza icónica se convertirá en el modelo clásico a seguir para recuperar con recreaciones pseudo-históricas el sonido antiguo de las ya extinguidas capillas musicales y de ese modo irán apareciendo en estos años piezas de Manuel Font Fernández de la Herranz o Vicente Gómez-Zarzuela Pérez. Así, muchas de las cofradías que se fundan o que vuelven a salir por esos años incorporarán esta estética neo intentando conservar así una supuesta y ancestral tradición. Como apunta el historiador del arte Jesús Rojas-Marcos, esto dará pie a la creación de un género, el de la música de capilla, «que se ha reinventado a sí mismo, que ha sido aceptado y que es requerido porque ha logrado encontrar durante el siglo XX una significación y un significado». «Ha adquirido carta de naturaleza y, como tal, ha dado sentido a un colectivo social que lo ha aprehendido y lo ha transmitido generación tras generación».

No sabemos cuándo se produjo el hipérbaton que fosilizó la denominación de este nuevo género, música de capilla, que alteró el orden de las palabras que denominan al conjunto del que proviene la música que interpreta, capilla musical, pero sí sabemos que dos de sus grandes impulsores fueron los hermanos Antonio y Diego Pantión, ambos profesores del Conservatorio de Música y vinculados a la Hermandad de El Silencio. El primero, que afirmaba que El Silencio es la hermandad que «con cuatro notas nos hace ver nuestra Semana Santa en su estado primitivo», compuso algunos de los más bellos ejemplos contemporáneos de este nuevo género. El segundo, líder de una capilla musical independiente que participaba con voces y orquesta en numerosos cultos de hermandades, recopiló y revisó los dos juegos de cuatro canciones de El Silencio, probablemente para que las interpretara la sección de viento de su conjunto, numerándolas de la uno a la ocho y adjudicándoles el nombre de “saeta”, que ha perdurado hasta hoy día. 

La 9ª saetilla de El Silencio, “la napolitana”

En una visita que realicé hace ya muchos años al archivo de la Hermandad de El Silencio para analizar las fuentes de las hoy conocidas como “ocho saetillas del Silencio”, despertaron en mí un particular interés tres pequeñas partituras muy antiguas. Por sus características, por su duración y por su instrumentación (dos partituras estaban escritas para sendos instrumentos agudos y una para bajo) no cabía la menor duda de que se trataba de una pieza suelta para el género que tratamos, música de capilla, popularmente conocido también como “los pitos”. Están escritas sobre una partitura reciclada (hay fragmentos de otra música vocal) y, tal y como sucede con las emblemáticas ocho canciones, las partes de oboe tienen un agujero en el centro del papel para colocarlo entre dos de los cuerpos del instrumento y poder leer la música caminando. Eso sí, a diferencia de las partituras de las ocho canciones, éstas muestran pocas señales de uso.

Este hallazgo podría ser considerado por muchos como una de esas sonadas recuperaciones históricas, sin embargo, la falta de atención que ha recibido esta desconocida pieza está más que justificada. La calidad de su contenido (no entramos a juzgar la inspiración del autor sino su conocimiento de la técnica en el arte de la composición) es tan cuestionable como lo es tantísima música que ha quedado y quedará relegada al olvido. 

No cabe duda de que esta pieza, tal y como sigue ocurriendo en la música de la Semana Santa (nihil novum sub sole), fue elaborada por un mero aficionado. No obstante, por tratarse de una simpática muestra -probablemente decimonónica- de un género tan particular, he tenido a bien divulgarla, por supuesto, recurriendo antes a aquello que el autor debió haber hecho en su día (y deberían hacer muchos): una corrección de la mano de un experto. No sólo por la cátedra de armonía que lo avala, sino también por su extensa y aclamada obra (parte de ella encargada por la propia Hermandad de El Silencio), he contado con el compositor Juan Antonio Pedrosa para la corrección y el enriquecimiento de esta antigua y anónima “novena” saetilla -o verso, o canción, o marcha- que bien podría titularse (y esto es para los entendidos), dadas las claras intenciones del autor, como “la napolitana”. 

En la edición digital de este artículo pueden juzgar por ustedes mismos el sonido original de esta saetilla y el arreglo elaborado por Juan Antonio Pedrosa interpretados por la Capilla Musical San Telmo.

“La americana”, ¿la 10ª saetilla de El Silencio?

Stephen Bonsal, en su crónica Holy Week in Seville de 1898 para la revista norteamericana The Century Magazine incluyó en el artículo las partituras de dos breves piezas que él mismo transcribió con la ayuda del organista de San Antonio Abad. Una de ellas se corresponde con la emblemática primera saetilla o canción de Francisco de Paula Solís, pero la otra, con aire de gavotte y, en mi opinión, de las más bellas, inspiradas y creativas que existen de estén género, no se corresponde con ninguna de las otras. Si Bonsal también la transcribió, ¿no es más que probable que se interpretara por entonces en la cofradía de El Silencio? 

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