Me cuesta trabajo decir que, realmente, por fin, estamos viviendo una nueva normalidad. ¿De verdad lo cree? ¿Con la que está cayendo? ¿Con una guerra en Ucrania que afecta ya a más de tres millones de personas que han abandonado sus casas, unos para trasladarse a otra ciudad, otros para directamente cambiar de país? En estos días de Cuaresma en nuestra ciudad disfrutamos enormemente. Sí, disfrutamos y mucho de las vísperas, de los cultos, de los traslados y los ensayos. Disfrutamos cuando vamos a sacar la papeleta de sitio, cuando estamos a punto de montar el paso, limpiando la plata. Disfrutamos y nos emocionamos cuando encontramos la túnica guardada durante dos años y nos la probamos en un ritual donde están presentes la madre, el padre, la abuela, los tíos, como si fuera una ceremonia sagrada, un momento familiar íntimo donde se derrama más de una lágrima. Alguno debe pensar que estoy exagerando. No lo creo. Disfrutamos de la nueva normalidad mientras, a miles de kilómetros, las bombas estallan en una guerra absurda y mueren miles de personas.

Hay un grupo de cofrades de la Hermandad de Santa Marta (estoy segura que habrán muchos más) con su hermano mayor, Antonio Távora al frente, que no han dudado ni un instante en dejar de lado todas esas tradiciones que forman parte de nuestras raíces y emociones más intimas para coger un autobús y recorrer miles de kilómetros hasta llegar a un país en guerra. Hablé con Távora. Tuve oportunidad de entrevistarlo mientras volvía a casa trayendo a mujeres y niños en busca de una vida alejada de horror. Lo que me contó, cuanto vivieron estos cofrades, no se les va a olvidar mientras vivan. Debemos disfrutar de lo que la vida nos regala sencillamente por nacer en la ciudad de la luz, donde se reza cantando. Pero no nos olvidemos de ellos. De los que sufren, de los que se han quedado solos, sin nada. Ofrécele tu mano. Es nuestra obligación.

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