Siempre he envidiado esos procesos creativos compartidos que se viven en el teatro y la danza, también el cine o la música. Una actriz necesita a un técnico que la ilumine para que el público la vea, un bailarín explora su potencial gracias a los movimientos que dispone un coreógrafo, una orquesta se quedaría coja en la ejecución de su sinfonía si esa tarde no sonara, por ejemplo, el fagot. A menudo, en el transcurso de una obra, me emociona ese sentimiento de comunidad que se respira, cuando los intérpretes se unen en una melodía, o se dan la palabra los unos a los otros, y entre todos hacen que la partitura, o el texto, avance. Por eso quizás una sala de conciertos, un teatro, son también templos a los que acudimos los espectadores para sentir algo parecido a la esperanza: en este mundo en el que el individualismo se considera un valor, los hombres y mujeres, nos dicen esos actores, esos bailarines o esos músicos, también pueden aliarse para crear belleza. Qué hermandad se crea entonces, también entre el auditorio; qué revelador que un grupo de cómicos se agrupe bajo el epígrafe compañía.
El pasado martes, el Ayuntamiento de Sevilla, gracias a una idea de la empresa de comunicación y gestión cultural Édere, celebró el Día de la Poesía en el mercado de San Gonzalo y nos puso a unos cuantos autores a escribir versos en unas preciosas tarjetas que habían diseñado los amigos de Tiporium, y que contenían junto a esas líneas que anotábamos nosotros una promesa: incluían semillas de perejil que brotarían al plantarlas. Había otro elemento hermoso en esa parafernalia que habían montado, y es que los poetas dejamos de estar solos esa mañana, formábamos de repente una orgullosa e inesperada troupe, como las de los saltimbanquis y los tenderos, en parte gracias a la actuación, llena de encanto, de Alejandra Vanessa, Carmen Camacho, David Eloy Rodríguez, José María Gómez Valero, Daniel Mata El Callejón del Gato y la pintura en vivo de Patricio Hidalgo, poeta a los pinceles. Junto a ellos, este afán nuestro de juntar palabras era menos ridículo, menos solemne, nuestras voces encontraban un eco en esa liturgia compartida, con la puesta en común. Llevábamos a la práctica, al fin y al cabo, aquello que decían en La bola de cristal y que los talluditos recordamos como un mantra: Solo no puedes. Con amigos sí. La importancia de lo colectivo: necesitamos a los otros.
En aquellas tarjetas, por cierto, apunté algunos versos del poemario en el que estoy trabajando, porque quería que aquel libro también fuera regado y creciera como esa rama de perejil. Y entre esos fragmentos adelanté el final de un poema, una frase que hoy defiendo con convicción absoluta: "De todo el diccionario, / de la vida, / no hay nada más bello / que la palabra hermano".
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