De los muchos tópicos literarios que el hombre ha forjado, ninguno tan hermoso y acertado como aquel que asemeja nuestras vidas con un río, con su nacimiento, su fluir incesante y su muerte en el mar, que no es más que una nueva existencia en lo absoluto. Manrique, huelga decirlo, ha sido el autor que mejor plasmó en castellano esta vita-flumen en un poema, Coplas por la muerte de su padre, que pese a haber sido escrito en el siglo XV nos sigue calando los huesos, tal es su belleza y verdad: "Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en el mar/ que es el morir". En el caso de Anselmo García Luque, recientemente fallecido, podemos decir que esta metáfora se convierte en hecho real, pues sus cenizas ya viajan por el Guadalquivir hacia Sanlúcar de Barrameda para entrar en esa Mar Océana que fue la vocación de sus mejores años.
Anselmo García, como todos nosotros, fue un ser poliédrico en el que convivían muchas almas y voces. Quizás el más conocido fue el Anselmo fiestero, el que se convertía automáticamente en el centro de atención de cualquier reunión, con su humor corrosivo y sus performances gamberras y surrealistas que solía culminar con el grito de ¡viva la poca vergüenza! Parafraseando lo que dijo Jorge Guillén de Lorca: cuando Anselmo entraba en una reunión, no hacía ni frío ni calor, hacía Anselmo. Pero hoy, en esta despedida de amigo, prefiero recordar a ese otro Anselmo más íntimo y secreto, el que se me manifestó en los años de la adolescencia y primera juventud, el tiempo en que más lo traté; un Anselmo soñador con vocación por el mar y la aventura, lector anárquico de Kafka, Sven Hassel y Gerald Brenan.
De Anselmo no quiero recordar ahora tanto las noches de farra (que fueron muchas y divertidas) como nuestras visitas al Puerto de Sevilla con el objetivo de subirnos a los cargueros plurinacionales que allí atracaban para cenar berenjenas con yogur, o cuando íbamos a charlar con aquel antiguo y solitario piloto de guerra que vivía en una perdida villa de La Jara, frente a la desembocadura del río que es hoy su morada. Con Anselmo soñé y reí mucho, con la franqueza que sólo se hace en esos años. Ese fue su gran regalo. Pero su mejor don fue su capacidad infinita de hacer amigos, que lo mismo eran respetables y adinerados ciudadanos que gorrillas desdentados, apestados que nadie quería. Lo he visto tratar y compartir el pan y el vino con todo tipo de menesterosos y parias con un profundo espíritu fraterno, como si de un monje loco y santo se tratase. Sólo por el cariño y el respeto que le dio a alguno de aquellos desventurados, sé que el Señor ya lo ha llamado a su lado. Descansa en paz, amigo.
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