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GRACIAS a mis lecturas de la colección de la espléndida Revista de la Fundación de Estudios Taurinos, impagable tarea para acercarse al fenómeno de la Tauromaquia desde distintas perspectivas, he podido constatar que ser antitaurino es tan antiguo como la propia fiesta de los toros. No es una manifestación de la rabiosa modernidad. Al parecer se puede rastrear literatura antitaurina desde el siglo XVI. Desde sus comienzos, los toros han provocado virulentas controversias intelectuales, teológicas y políticas, y han conocido numerosas prohibiciones y recortes por parte de los poderes.

Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia entre 1544 y 1555, consejero de Carlos I, condenaba esos espectáculos "vergonzosos y sangrientos que provocan la muerte gratuita de hombres y la pérdida de sus almas". El severo e inquisidor Pío V expidió en 1567 una bula declarando pecado mortal merecedor de excomunión la asistencia a los juegos taurinos, "dignos de los demonios y no de los hombres", negando la sepultura eclesiástica a los que murieran en su transcurso.

En la segunda mitad del XVIII los prohombres ilustrados contemplan con horror cómo se consolida el toreo a pie, y la afición por una fiesta que ha dejado de ser de la realeza y sus caballeros para convertirse en un espectáculo popular de pago, que produce beneficios para numerosas instituciones, contribuyendo a recaudar fondos para obras públicas y asistencias de carácter benéfico.

Al benedictino Padre Sarmiento le escandalizaba la indecencia de mezclar hombres y mujeres, algo que no hacían ni los moros, "pues tenían mucho cuidado en mantener a sus mujeres encerradas". El conde de Aranda quería suprimir las corridas por el supuesto daño a la economía. Campomanes sostenía "que cuando las corridas se hacen en días de trabajo, no es diversión que se deba permitir a los jornaleros, menestrales y artesanos, porque pierden el jornal del día y gastan el de tres o cuatro, con ruina de familia". En el decreto de Carlos IV de 1805 que las prohibía se hacía hincapié en el daño a la agricultura que ocasionaba la cría de toros en detrimento de otras ganaderías más útiles para el campo.

No hay que dejar atrás el recelo que procuraban a las autoridades esos miles de ciudadanos de toda índole y condición que se ponían en movimiento en pueblos y ciudades para concentrarse en un único punto. El fantasma del Desorden. En otros lugares de Europa esos fenómenos se organizaban para asaltar palacios imperiales y cortar cabezas. En España se iba a los toros. Por esta razón no hubo espectáculo más vigilado, profesionalizado, reglamentado y sujeto a normativa que las fiestas de toros a partir de la segunda mitad del siglo de la luces, como se desprende de numerosos estudios históricos. Los ilustrados, si no los podían evitar, ponían su empeño en controlar los regocijos del pueblo.

Liberada después de la Guerra de Independencia la fiesta explota en el XIX como un negocio boyante. Las plazas de toros, fenómeno arquitectónico único en Europa, proliferan. Es verdad que la fiesta decimonónica no era para naturalezas delicadas, entonces escandalizaban más los caballos destripados en la arena que la muerte del toro. La refinada marquesa de Abrantes iba más allá: "Ni un solo torero fue herido aquella tarde. Y me atrevería a decir que lo sentí por lo odioso y cobarde que me parecía este desigual combate". Con el paso del tiempo la crítica antitaurina se amplía y se ramifica, de los personajes de alto rango pasa a la esfera pública, a la prensa escrita, surgen numerosas asociaciones civiles defensoras de animales y plantas que recogen apoyos para su derogación, llega al Parlamento. En 1922, al diputado Bastos le preocupaba el comportamiento del público: "Horda salvaje, no hay autoridad que respete", recordando los habituales insultos al presidente y a toda su casta. Para Unamuno, que no era prohibicionista, su aversión era de otra índole: "Nunca he resistido una corrida, pero resisto menos una conversación sobre toros".

Los antitaurinos se han ocupado de todo en su cruzada a lo largo de la historia. La salvación de las almas, la moral, la economía, el orden público, la imagen, un particular amor a los animales. En última instancia han aparecido los nacionalismos y sus complejos identitarios. Es posible que las corridas de toros acaben por extinguirse en un par o tres de generaciones, pero a juicio de muchos aficionados sólo lo hará por responsabilidad del propio y ensimismado mundo del toro.

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