Antonio brea

Historiador

Barrios dormitorios

La ruptura con la tradición está transformando a las colectividades en extrañas a sí mismas

Recuperado el pulso cotidiano con el fin de las vacaciones, los analistas se esfuerzan en determinar las claves del inapelable fracaso de la intervención de Estados Unidos y sus aliados en el agreste Afganistán, así como en evaluar su oneroso y sangriento coste. Una iniciativa torpemente asentada, desde el primer momento, sobre la base de objetivos confusos y que ha desembocado en una dolorosa retirada. Ahora, conmueve pensar en la difícil papeleta que aguarda a los naturales de aquel país que huyen de la restaurada teocracia talibán, en dirección a Occidente.

Aunque obviamente sería peor para ellos quedarse, no parece a priori un camino de rosas el tener que rehacer la vida en países tan alejados del propio. Tierras de muy diferente clima, idioma, cultura y religión, factor éste nada baladí, porque no olvidemos que tan creyentes son los fanáticos guerrilleros como la práctica totalidad de exiliados, por más que afronten desde actitudes divergentes su fe islámica.

Sin embargo, y más allá del impactante drama, la sensación de desarraigo no es hoy por hoy exclusiva de los refugiados o de los inmigrantes desplazados por causas económicas a nuestras sociedades. Una percepción similar embarga, de manera creciente, a las propias naciones de acogida. La ruptura con toda tradición, radicalizada hasta el paroxismo en el último medio siglo, está transformando a las más antiguas colectividades en extrañas a sí mismas, al producirse una insalvable brecha entre los logros y valores heredados de las generaciones anteriores y las ideas y aspiraciones que proyectan hacia el futuro las élites que dominan la ciencia, la comunicación, la política y la finanza.

Esta orfandad histórica acentúa el desamparo psicológico de los habitantes de las ciudades contemporáneas que, entre otras muchas causas, responde a veces a cuestiones tan meramente materiales como el deficiente diseño de los espacios urbanos. Víctimas principales son los vecinos de las periferias, en las que precisamente se experimenta la mayor concentración demográfica.

Viajando hacia atrás en el tiempo, durante bastantes años viví en Pedro Salvador, una de las barriadas menos conocidas de las afueras de Sevilla, alrededor de una prolongación de la avenida de Manuel Siurot, orientada hacia el sur. Encorsetado por las carreteras de Cádiz y Su Eminencia, así como por el antiguo cauce del Guadaíra y una gran instalación militar, aquel enclave residencial de clase media trabajadora padecía crónicas carencias de servicios y alicientes, lo que animaba a los jóvenes con ciertas inquietudes a desarrollar buena parte de sus ocupaciones en otras zonas mejor dotadas.

Como consecuencia, la continuada lejanía de mis lugares de estudio, trabajo y esparcimiento, respecto a un entorno parco en perspectivas, me convirtieron, de hecho, en una especie de forastero en las calles que rodeaban mi impersonal bloque. Un exilio interior que afecta, en ausencia de posibilidades alternativas, a millones de seres encadenados a sus barrios dormitorio.

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