Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Que hablen los otros, qué error
Junto a los contenedores de mi calle, una inscripción grande y amarilla pide no abandonar las bolsas en el suelo. "¿Y qué hago ahora con ellas?", se pregunta el vecino que camina entre cascos desparramados. "Parece esto el Testaccio romano, pero de botellines", comento ensimismada ante la montaña de cristales. En demasiadas ocasiones, es físicamente imposible que los vecinos de Sevilla puedan dejar los residuos dentro de los contenedores por el sencillo motivo de que están colmados. Como la derrota definitiva del antihéroe de barrio es regresar a casa con la bolsa (corren malos tiempos para la épica), hay quienes optan por dejarlas en el suelo. Lo suyo sería que Lipasam, que conoce mejor que cualquiera de nosotros los días punta del detritus, reforzara el servicio por el que los vecinos pagamos religiosamente una buena cantidad al año.
Pero hoy no me pregunto, no sólo, sobre las deficiencias del servicio de limpieza y recogida de basuras, en eso Beltrán Pérez está encima; éste es un asunto donde vemos a menudo al portavoz popular escamondando una baldosa de Plaza Nueva o denunciando el patinaje sobre naranjas podridas que hemos padecido hasta hace poco. Hoy me pregunto por las gentes que habitamos Sevilla. ¿Evitamos ensuciar, o seguimos maltratando nuestras calles, plazas y jardines? La respuesta a esta pregunta se me presentó ante los ojos el pasado 1 de marzo, día festivo tras un festivo cuando salí al Parque de los Príncipes para mirar los primeros brotes en los naranjos y la flor de los almendros. Imposible: botellas, vasos de plástico, papeles y bolsas de basura colapsando las papeleras lo inundaban todo. "Peor está el Parque de María Luisa", me informó un chico que se había hecho hueco entre las colillas y los envoltorios para marcarse unas flexiones. Por desgracia, no luce tanto el trabajo que se toma quien recoge los excrementos de su perro, y a continuación echa agua con jabón en la acera, que el regalazo que nos deja a los viandantes quien abandona en mitad de la calle lo que su mascota haya necesitado sacar de las tripas. En este sentido, el civismo va por zonas: las menos transitadas están llenas de mojones. Quizá sólo somos civilizados y pulcros cuando nadie nos ve. Ítem, estoy segura de que usted también, en algún momento, ha tenido que esquivar el gargajo del señor que se cree con el derecho de dispararlo contra el pavimento cuando le venga en gana. Estos gestos continúan haciendo sucia la Sevilla que huele a algo más que a azahar y al zotal de ese camión de la lluvia que riega el centro a las deshoras y que hace demasiado tiempo que no me acompaña, con sus escobillas y sonidos neumáticos, de vuelta a casa. Nos hace falta algo más que la campaña publicitaria de Lipasam para concienciarnos de que, quien ama su ciudad, la cuida en público y también cuando nadie nos ve.
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