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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

'La Belle de Cadix'

Tras meses de atraque por la pandemia, el crucero ha vuelto a sus singladuras por el Guadalquivir

No hay cuadro más gallardo de Sevilla que aquel atribuido a Alonso Sánchez Coello en el que se nos muestra el ajetreo del puerto en el siglo XVI. Parece un Brueghel hispalense y fluvial, con esa hormigueante humanidad que se afana en todo tipo de quehaceres en las dos orillas, bajo un cielo tempestuoso que creemos de noviembre y con la Giralda como gran hermano que todo lo ve. Pero, sobre todo, son las numerosas embarcaciones que están atracadas o navegan por el Guadalquivir, aún salvaje y por domar, las que le dan al cuadro su esplendor de Nova Roma. Ese ajetreo de galeras, botes y galeones; ese tremolar de gallardetes, velas y toldos, marcan la diferencia. Sevilla, sin barcos, no es nada. O peor aún, no es más que una provinciana capital agrícola sin más horizonte que las lamentaciones de casino por las malas perspectivas del verdeo. La ciudad tuvo su origen en los ágiles embarcaciones fenicias y, el día que no asome ninguna proa por la Punta del Verde, trompeteará su apocalipsis.

El desplazamiento del puerto aguas abajo fue fundamental para el desarrollo económico de una ciudad que despertaba al siglo XX, pero nos privó del espectáculo del trajín del muelle. Ahora, para ver alguna embarcación de cierta entidad hay que ir al Puente de las Delicias y perder la vista hacia el sur. O sentarse en la orilla de La Puebla del Río y matar el tiempo con el paso de los mercantes en dirección a la Esclusa. Un poco más al norte, en el Puente de la Feria, al pie del pabellón de Argentina del 29, también podemos contemplar algún crucero o, si la dicha es buena, algún dragaminas de la Armada engalanado con cien banderas náuticas. Muchos de estos barcos son meros peces de paso, pero otros, como La Belle de Cadix, se han convertido en parte del paisaje fluvial de la ciudad.

Es La Belle de Cadix un crucero fluvial discreto y afrancesado, cuya contemplación lleva encerrada una promesa de aventura moderada y confortable -si es que eso es posible-, con largos atardeceres amenizados por el whisky y la observación de las aves migratorias. Yo le tengo simpatía, porque no molesta con la prepotencia hortera de sus parientes más orondos, y porque desde 2015 ha sido fiel al Puerto de Sevilla, lo que no se puede decir de algunas instituciones nativas. Ahora, tras meses de forzado atraque por la pandemia, La Belle de Cadix ha retomado sus singladuras por el Guadalquivir, la Bahía y el Guadiana, tres aguas sagradas, como también lo son el Misisipi o el Nilo. Todo río, sabemos por Heráclito y Manrique, es una metáfora de la vida y la muerte. Pero a bordo de La Belle de Cadix estas palabras terribles deben adquirir una suavidad burguesa y cosmopolita, como un impoluto albornoz blanco o una copa de Campari. Cualquier día de estos me lío la manta a la cabeza y me compro un pasaje o me enrolo. Para ver mundo. Para escapar.

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