¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Camareros de hospital

Los bares de los hospitales parecen hoy quirófanos o centros de comida vegana. Da corte preguntar si hay menudo

Haremos un homenaje al Pali: ya no se ven en los hospitales a los camareros recitando tapas. Hoy, en la cafetería del Virgen del Rocío hay personal de restauración, educado y aseado, pero no camareros licenciados por la muy exigente Universidad Hispalense de Barras y Veladores. Los nuevos están cada vez más robotizados, meros asistentes de las máquinas para cobrar o servir el Nestea, esperando apáticos a que la ola del "fin del trabajo", como algunos sociólogos llaman al inquietante mundo laboral que se atisba en el horizonte, se los lleve a la tranquila playa de la renta básica universal. Y a vivir. Se echa de menos a los camareros "de toda la vida", a esos homeros de la restauración (García-Pelayo dixit), frenéticos en los movimientos, el tono de voz elevado en consideración a los sordos y lerdos, siempre con una bayeta en la mano para higienizar la barra cuya defensa y prosperidad le había sido encomendada. Esos camareros, decíamos, se han perdido, y he aquí su canto y lamento. Ahora, hay bares de hospital que parecen quirófanos o, peor aún, centros de comida vegana, con barras atestadas de comida preparada, meseros que susurran y menús saludables. Da hasta corte preguntar si tienen menudo. Hubo un tiempo en que en el bar del Maternal (hoy empoderado Hospital de la Mujer) era refugio y consuelo para los padres primerizos y los crápulas que buscaban rematar la faena con un gintonic y alguna tapa bravía. Y allí estaban los camareros de antaño, para preguntar cómo estaba la madre o poner orden en el improvisado guateque de los golfos, gente sentimental y ruidosa. Acabaremos como en las películas USA, sacando la comida de tristes máquinas mientras esperamos la amarga noticia en el pasillo de Urgencias.

El camarero tradicional de hospital era mucho más que un mero empleado de franquicia o multinacional. Deberían haber sido subvencionados por los servicios de salud mental; ser considerados como sanitarios, como se dice ahora; recabar los aplausos del pópulo desde los balcones. A la segunda vez que veían a alguien por la barra ya le estaba preguntando por sus cuitas, demostrando un asombroso conocimiento de las cuestiones médicas y un profundo entendimiento del alma humana. Una de sus charlas podía valer más que una sesión de un PIR . "¿Qué, cómo ha ido ese TAC?", podía decir mientras servía una cerveza bien muñequeada. Y el ambiente adquiría una consoladora levedad. A su manera eran los nuevos monjes hospitalarios, ángeles de ala quebrada, algo frescos y charlatanes que cobraban a la mano, sin intermediación de algoritmos, desplegando ante el cliente los billetes y las monedas de la vuelta. ¿A qué otro mundo se habrán ido estos doctorcitos del tirador y el solomillo al güisqui? ¿En qué garito estarán sentando cátedra sobre la medicina del alma?

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