La lluvia en Sevilla

Comunidad de 'meantes'

Nadie dice nada al que se siente con la potestad de sacársela en la calle y dejar su sello en una esquina

Vecina o visitante intrépido: si va a adentrarse -como el gobierno de la ciudad propone desde Fitur- en la Sevilla desconocida, gasten cuidado de no meter sus aladas sandalias en una meada reciente, un gargajo o algún otro desahogo. La devoción que tenemos aquí a los cuerpos incorruptos quizá es para compensar la corrupción de los aparatos digestivos de cierto público poco respetable. Pasma contemplar, mientras reestrenamos la nocturnidad callejera, que en esta ciudad -que se sueña a la altura de otras insignes y avanzadas y que tiene ciertas razones de peso para ello- no nos asombren las calles meadas, ni tanto tipo dado la vuelta para regar con convicción los quicios de las casas. En algunas calles, incluso, los vecinos protegen desde antaño los recovecos y revueltas. No hablo de casos puntuales, sino de algo que (al igual que el esputador común) cualquiera ha visto y apenas nos turba, apenas espanta, y no se les multa, aunque las ordenanzas lo prohíben expresamente: nadie dice nada al que se siente con la potestad de sacársela en la vía pública y dejar su sello en una esquina. Nos parece normal, y he aquí mi estupor: guarros hay y habrá toda la vida, lo que fascina es la tolerancia que aún persiste a sus guarradas.

Y en esto puedo aplicar a mis anchas la llamada perspectiva de género, o lo que es lo mismo, puedo demostrar que la práctica de mear en la calle ha sido y es cosa de hombres. Las mujeres aguantamos hasta llegar a casa (y digo "a casa" porque otro asunto relacionado con la vía meática que pasma es que no haya urinarios ni practicables ni para señoras en muchas tascas con solera). A ver si no, hagan memoria: a cuántos señores han visto orinar en la calle, y a cuántas señoras. Quizá haya quien responda que la joventú está corrompía y que alguna vez han visto en los periódicos fotos de mozuelas meando entre dos coches, que si para eso queremos la igualdad. Ponderen cuántas mujeres, jóvenes o maduras, han visto orinar en la calle y si ello les espanta, y cuántos hombres, tanto jóvenes como maduros, y si ello les parece más normal. Si alguna se ve en el trance de no poder más, lleva consigo a tres amigas mínimo (una para que cubra por detrás, otra por delante y otra para vigilar la calle). En cambio, las variables de la edad o de clase social no resultan del todo determinantes. No soy la única que en ocasiones ha saludado al paso a insignes de edad provecta que le mean al claro de luna. En asuntos aparentemente banales como este entendemos que es menester darle un empujoncito a nuestra mentalidad, no ya de cara a eso que llaman marca Sevilla sino ante nosotros mismos, ante la posibilidad de hacer mejor la ciudad que habitamos. Incívicos habrá siempre. No me planteo erradicarlos, sino que los demás dejemos de ver sus prácticas como normales y admisibles.

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