La tribuna

antonio Porras Nadales

Control y responsabilidad

DICEN los biólogos que un ecosistema equilibrado se caracteriza fundamentalmente por su diversidad: o sea, hay muchas especies que coexisten y se reproducen en un entorno de gran variedad. Pero cuando un determinado ecosistema comienza a degradarse, algunas de sus formaciones de vida se hipertrofian hasta hegemonizar el conjunto, creando una apariencia de biodiversidad que, sin embargo, constituye en realidad una señal negativa, que apunta hacia la degradación del sistema.

Puede que, en cierta medida, nuestros sistemas sociales se comporten también de un modo parecido.

En la actualidad, por ejemplo, constatamos un predominio de los controles judiciales sobre los numerosos casos de corrupción que jalonan nuestra vida pública. Y eso seguramente es una mala señal: porque la hipertrofia del control judicial puede indicar que los otros mecanismos de control previo existentes en todo estado de derecho han fracasado estrepitosamente.

Pongamos el caso de los ERE: un mecanismo de ayuda al tejido económico en momentos de dificultad, que teóricamente debería haber contado con todos los soportes de control propios de un estado de derecho, de legalidad, de procedimiento, de intervención, etcétera. Pero parece que todos ellos fallaron, y no de forma puntual u ocasional, sino a lo largo de muchos años. Se trata de una deficiencia que seguramente no deja en buen lugar al entramado institucional de la Junta de Andalucía. Pero es que en momentos de apuro tenemos la obligación de no olvidar algo importante: que el control de la actuación del poder público constituye el último circuito de la democracia.

Sin embargo, podemos recordar que, hace ya siglos, emergió en Inglaterra, la cuna del constitucionalismo, un sistema subsidiario para enfrentar contextos de grave déficit del control: se trata de la responsabilidad política. Un mecanismo destinado a amortiguar el dramático efecto de los instrumentos judiciales de responsabilidad criminal cuanto se trata de asuntos con una innegable dimensión política. A estas alturas a todos nos puede resultar extraño, pero se trata simplemente de que el gobernante responsable presente su dimisión, y punto. En nuestro universo mediático, tal responsabilidad política presenta además la ventaja de operar el efecto de "chivo expiatorio" que la opinión pública suele esperar en semejantes casos.

El problema es que, si nos ubicamos en el complejo entramado burocrático de los modernos sistemas políticos, donde se producen infinidad de decisiones públicas apoyadas en criterios tecnocráticos y en complejos soportes normativos, pretender que un dirigente último, que ni se ha enterado exactamente de todo el cúmulo de decisiones que adopta la administración, se haga responsable de todos y cada uno de los potenciales errores de sus subordinados constituye seguramente una incongruencia. Los dirigentes políticos serán capaces como máximo de hacerse responsables de sus propias decisiones, pero no de los errores, omisiones o deficiencias de todo el complejo colectivo de subordinados que adoptan resoluciones amparados -se supone- en soportes legales y normativos adecuados.

El resultado es previsible: en las democracias contemporáneas los dirigentes políticos tienen una inevitable tendencia a no hacerse políticamente responsables de cierto tipo de decisiones deficientes que han podido adoptarse en algún recoveco de su entramado administrativo. Y como nadie quiere convertirse en chivo expiatorio, no hay quien dimita.

Pero cuando el circuito de control político también falla ¿qué podemos hacer los ciudadanos? Con lo difícil que resulta confiar en el lento y complejo funcionamiento de la Justicia, a cualquiera se le podría ocurrir una solución simplista y radical: lo único que al final podríamos hacer los ciudadanos sería señalar con el dedo a los hipotéticos responsables, llegar hasta las puertas de su casa, levantar la voz para manifestar nuestra protesta, ocupar la calle, hacer acto de presencia directa en el espacio público. Ante las deficiencias manifiestas de todos los circuitos de control, la ciudadanía tendría que asumir una especie de control primario y elemental: la acusación directa, el famoso escrache.

El hecho de que al final ni los dirigentes se hagan políticamente responsables ni los ciudadanos seamos capaces de repercutir la responsabilidad sobre las instituciones públicas, para pasar a actuar directamente sobre las personas, puede significar que los mecanismos generales de control se han colapsado definitivamente. O sea, que la degradación de nuestro ecosistema social parece estar llegando ya hasta sus últimos límites.

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