COFRADÍAS Guía de la Semana Santa de Sevilla 2023

la tribuna económica

Joaquín / Aurioles

Corrupción y crisis

SEGÚN el índice de Percepción de la Corrupción 2012, España figura en la posición 30 del ranking mundial. Las primeras posiciones están ocupadas por países del norte de Europa y América y del área del Pacífico (Japón, Hong Kong, Nueva Zelanda, Australia o Singapur). Chile y Uruguay son los primeros latinos y se sitúan en el puesto 20, justo detrás de Estados Unidos, y todos ellos tienen en común, salvo alguna excepción puntual, una travesía no traumática por la crisis internacional. Entre los más perjudicados por el aumento de la corrupción figuran Grecia e Italia, lo que lleva a pensar que la corrupción aumenta con las dificultades económicas y que la proliferación de casos por el conjunto de la geografía española sería el reflejo de la crudeza con que la crisis está golpeando la economía. Los datos indican, sin embargo, que España se mantiene en una situación relativamente discreta a nivel internacional y que incluso mejora una posición con respecto a 2011, aunque también es cierto que empeora significativamente con respecto al puesto 25 que se ocupaba en 2007. En este momento estamos al mismo nivel que Botswana, aunque la comparación no debería llevar a la descalificación de la situación española, sino al reconocimiento del esfuerzo del país africano, que le lleva a ocupar la primera posición de ranking en el continente.

Una explicación de la relativa estabilidad del problema puede estar en el desplome del sector inmobiliario y del urbanismo, el principal foco, según todos los expertos, de corrupción en nuestro país. Esta misma circunstancia, es decir, el mantenimiento de los niveles pasados, abre una nueva perspectiva de preocupación en el sentido de posible aparición de formas de supervivencia alternativas al urbanismo. Es obvio que la corrupción no siempre opera a través de mecanismos tan burdos como la extorsión, el soborno o el tráfico de influencia. Existen alternativas mucho más sutiles, como la legislación en beneficio de grupos de intereses concretos, cuyos efectos pueden ser incluso mayores que los anteriores debido a que proporcionan un tinte de legalidad a una asignación injusta e ineficiente de los recursos, que son las dos principales implicaciones éticas y económicas de la corrupción. Se pueden intuir los múltiples derroteros para las nuevas formas de corrupción considerando simplemente las consecuencias de una determinada orientación en la legislación hipotecaria, así como también el error de un excesivo reduccionismo en el diagnóstico del problema. Lo que es incuestionable es que nos equivocamos cuando se recurre al catastrofismo genético para justificar su existencia (está grabada en nuestros genes o forma parte indisoluble de nuestra cultura) y cuando caemos en la trampa legalista, es decir, en el simplismo de pretender su erradicación a base de leyes y reglamentos. Una evidencia del error del enfoque legalista se encuentra en el propio urbanismo, seguramente la actividad sometida a mayor nivel de regulación en todo el país, hasta el punto de que alguna vez se ha intentado explicar la corrupción como la única forma de supervivencia entre tan espesa maraña normativa.

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