Fue Alfonso Guerra, entre otras notables cosas, un finísimo y cruel asignador de sambenitos, como aquel leñazo al PP: "Joseantonianos trufados con alguna monja alférez" (se refería a Loyola de Palacio). Según Freud, el primer humano que insultó a su enemigo en vez de lanzarle una piedra fue el fundador de la civilización, por no hablar del alivio psíquico que produce mentarle las castas a alguien, a la cara o en la intimidad de la mala leche: "Qué a gusto me he quedado". Era Guerra en aquel PSOE el Casemiro -medio centro del Real Madrid repartidor de estopa-, un hombre culto como ya no se ven en el gallinero político español, uno de los pocos políticos dimisionarios de este país y gran creador de aforismos con aguijón. Guerra - autoungido como "pararrayos contra la derecha"- soltó en un mitin en 1989 lo de "nosotros, los descamisados", mientras su grey le pedía "Alfonso, dales caña".

Hoy, los descamisados han mutado, igual que lo ha hecho el propio librero y ex vicepresidente. Los nuevos descamisados no son parias de la Tierra, ni mucho menos son famélica legión oprimida, porque suelen tener, alternativamente, tabletas abdominales que deben por narices ser mostradas o panzas cerveceras que mueven al estupor del espectador de turno, que pasaba por allí. Hoy, el descamisado es un abusivo narciso catetoide o un beodo futbolero. Un turista accidental que coloniza durante un par de días una ciudad por amor a sus colores, pero, sobre todo, por un afecto incansable al trasegar cerveza y un conmovedor gregarismo. Los hinchas de chárter y cogorza se descamisan sin pudor como no lo harían en Fráncfort o Glasgow, porque su colonialismo low cost se exporta: ningún chorizo roba en su barrio.

Ver a la manada pelotera -por lo general, pacífica- ostentar sus vergüenzas en tierra extraña tiene algo de acomplejado y de aspirante a pandillero de recreo. ¿Por qué no voy a ir a la boda en chanclas? ¿Por qué no puedo ir desnudo bajo un techo compartido con desconocidos? ¿Por qué no voy a eructar en donde me vengan las ganitas? ¿Por qué no voy a descalzarme en donde soy invitado y a toquetearme los intersticios pinreleros? ¡Ah, represión! Pues es sencillo: en la contención está el respeto, y la civilización. Y si no, a pedradas, a peos, a vomitonas y a lo que haga falta. Eso sí, en mi casa no; en mi casa está todo escamondado y huele a taifol que da gloria.

Ya no hay descamisados como los de antes. Si es que lo eran aquéllos más allá de la arenga, que ésa es otra. Otra menos desagradable y más entrañable, a la postre.

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