análisis

Rafael Salgueiro

Después de la piñata nos dimos una piña

Se ve como un escándalo que tengamos una prima de riesgo más alta que la alemana, cuando lo anormal es que fueran iguales · Nuestro Gobierno hacía la cigarra cuando las hormigas acumulaban con esfuerzo

LOS titulares de esta semana casi han agotado todos los calificativos posibles para describir la situación financiera que estamos padeciendo en algunos países europeos. Seguramente habrá notas del mismo tenor casi cotidianas en los próximos meses, lo que nos llevará a recordar el famoso parte diario del equipo médico habitual que precedió al último 20-N. Poco se puede añadir a la información que ofrecen otras páginas de este diario, salvo quizá dar por buena la proposición que hacía hace un par de días la madre de mi hija Fuensanta: "Las agencias de rating están atacando a España y la ministra de Defensa sin hacer nada. Tendría que meterles un misil por el…" Trataba yo de explicarle que son negociados diferentes, pero seguía insistiendo, con más convicción que indignación.

Y en el fondo no le falta alguna razón. Las agencias de rating han demostrado ser algo todavía peor que incompetentes: han sido irresponsables cuando repartían Aes y Mases a discreción, sin reparar en la verdadera calidad, falta de ella más bien, de los activos subyacentes de las emisiones que calificaban alegremente. Y cómo no, si quien les paga es el emisor y no el comprador, como sucedía en el pasado. Es probable que en muchos casos ni siquiera entendiesen la naturaleza de los derivados que se sometían a su juicio y confiaban en la suposición de solvencia del emisor, hasta que pereció el otrora espléndido banco de inversión creado por los hermanos Lehman y se descubrió que Madoff gestionaba una pirámide un poco más sofisticada y glamurosa que la de nuestra peculiar industria del ahorro filatélico; aunque, eso sí, de mucho menos volumen que la de nuestra Seguridad Social y todos aquellos dispositivos públicos de previsión establecidos sobre un sistema de reparto. Por cierto, la edad media de los españoles es de 40 años y la esperanza de vida es de 81; de modo que no bastará con seguir racionando las prestaciones -eso es la reforma que se ha hecho- para solucionar un problema que ya casi estamos tocando. Los recortes, en cristiano, se llaman racionamiento, sea de pan, de medicinas, de camas hospitalarias o de años de disfrute de la jubilación y de los ingresos asociados.

Leemos cada vez con más frecuencia que se está produciendo un enfrentamiento no ya entre el Estado y los mercados, sino incluso entre éstos y la democracia, queriendo ver en este sistema de elección política la salvaguardia de unas libertades amenazadas y refugio de los ciudadanos expulsados por el mercado. No me refiero sólo a los ciudadanos del 15-M, que al parecer y a falta de mejores proposiciones han decidido emular a Forrest Gump y caminan sin descanso hacia Bruselas; donde no van a encontrar a nadie en el mes de agosto. También se ha instalado en la opinión pública que es un escándalo inadmisible que tengamos una prima de riesgo mucho más alta que la alemana, cuando lo anormal fue que fueran iguales. Y es que somos menos rubios y más bajos -yo al menos-, nuestro Gobierno hacía la cigarra cuando las hormigas acumulaban con esfuerzo, y nuestros costes laborales unitarios han venido creciendo más que los suyos. Y además conciben y fabrican coches alemanes, cuando entre nosotros se instaló la idea de que la industria iba a ser cosa de los chinos para siempre. Lo cual no es cierto, salvo que sigamos manteniendo unas instituciones en el mercado de trabajo que han resultado catastróficas, provocando que nuestros ajustes -construcción al margen- se hagan siempre en términos de personas enviadas al desempleo (antes el ajuste lo hacía una emigración masiva) y no en términos de salarios, condenados como estamos a vincularlos a la inflación y no a la productividad y a los resultados empresariales, por culpa de unos sindicatos que mantienen más influencia política y social de la que merecen y que no se han ocupado de entender la realidad de los hechos empresariales, quizá porque es más cómodo interpretarlos a la luz de cualquier catecismo ideológico al uso. ¿A quién se le habrá ocurrido incluirlos en la Constitución de la forma que se hizo, concediéndoles un verdadero poder de oligopolio?

Acciones puramente especulativas al margen, sólo una fracción de las transacciones, junto con la aversión al riesgo que ha inundado las agencias de rating, lo cierto es que la dichosa prima de riesgo señala el grado de certidumbre en la devolución de las deudas de un país, las actuales y las que se contraigan de nuevo. No hay en realidad una pugna entre el Estado y el mercado, sino más bien lo que Böhm-Bawerk analizó en un lúcido ensayo escrito en 1914, titulado ¿Poder o ley económica? en el que sostenía, a mi juicio con razón, que existen leyes en la vida económica contra las que la voluntad humana es impotente, aunque esa voluntad sea la de un Estado poderoso. Y los modernos estados lo son: gastan más del 40% del PIB, tienen la capacidad de producir normas y de obligar a cumplirlas y disponen de sofisticadas instituciones de recaudación. Y además tienen el monopolio de la producción nacional de dinero, nada menos. Como estamos viendo en otros casos y en el nuestro, el Poder, por sí solo, no logra atenuar la desconfianza en nuestra capacidad para repagar las deudas si no se hacen, de verdad, reformas muy profundas en la estructura del gasto público, en la arquitectura administrativa y en el mercado de trabajo, además de la del sistema financiero en la que lentamente y con sorpresas estamos avanzado. Lástima que nuestro presidente, además de las dos tardes de instrucción que le ofreció el ministro hermano de José Víctor Sevilla, haya dedicado la otra jornada de lectura económica a Keynes -él mismo dejó dicho "Ayer he estado releyendo a Keynes"- y no a alguno de los autores proscritos o tratados con displicencia por la progresía; aunque ¡oh, sopresa! dos de los libros de Hayek (El camino hacia la servidumbre y La fatal arrogancia) se encuentran entre los diez de economía más vendidos en Amazon.

Sin necesidad de acudir al austríaco, tenemos entre nosotros tres libros de tres profesores que pueden ser muy apropiados para comprender mejor lo que nos está sucediendo. En La economía explicada a Zapatero, Pedro Schwartz dedica un capítulo, una tarde, a explicar qué es lo que hay que olvidar, un conjunto de interpretaciones y propuestas económicas populares en los decisores políticos y en determinados ámbitos del pensamiento social, pero francamente erradas y cuyas consecuencias padecemos. El profesor Juan Velarde, un servidor público ejemplar donde los haya y ante el que me excuso por no hacer las citas como es debido, coordinó a numerosos economistas en la obra Qué hay que hacer, donde el lector puede comprobar que no faltan propuestas inteligentes y estimables respecto a la transformación de nuestra política e instituciones económicas. Finalmente, Ramón Tamames ha publicado hace muy pocas semanas un libro que ofrece respuestas a lo que todos nos preguntamos ¿Cuándo y cómo acabará la crisis? Además, en la web de El Periodista Digital se encuentran sendas entrevistas con éste y el primero de los autores que he citado, ambas alrededor de sus libros y sumamente interesantes.

Y fuera de la profesión, quizá dos poemas de Paul Morand a quien me han hecho conocer hace bien poco. Dice en uno de ellos: "No habíamos dejado de dar la alarma / y de decir que en el mundo sólo hay una riqueza rentable / y es la hora trabajo". Dice en otro: "No había por qué reírse / cuándo los sabios decían al hombre que está desnudo. Ambos en Oda a Marcel Proust y otros poemas (Editorial Renacimiento. Sevilla. 2007)

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