Acción de gracias

Elogio de Jerry Lewis

No debemos castigarnos por nuestras limitaciones:nuestra autenticidad también radica en ellas

Siento darles la mala noticia si siempre han creído que lo tenían todo bajo control, y perdonen la arrogancia, pero tal vez los torpes y los desmañados estemos al final más cerca de la vida que ustedes. Si no han volcado nunca una copa de tinto -porque el blanco no deja mancha apenas y no cuenta- sobre el mantel de la mesa a la que han sido invitados; si no han dado cuando bailaban entusiasmados ese paso de más que les llevó a perder el equilibrio y a caer sobre el vecino o vecina de pista, un desconocido con el que no existía en ningún caso la confianza para que nos lanzáramos con todo nuestro errático cuerpo sobre él; si nunca se les ha calentado la lengua más de la cuenta y no han soltado esa impertinencia totalmente fuera de lugar, ay, que dejó mudos y lívidos a sus interlocutores, tal vez no entiendan lo que voy a contarles: les parecerá que esta columna está escrita en sánscrito o en una lengua imposible, aunque si son perfectos quizás posean el don de los idiomas o, simplemente, alberguen la compasión suficiente para comprender a los patosos que, como émulos de Peter Sellers o Jerry Lewis, como el que firma este texto, van causando el desastre allá donde van.

Esta semana, voy a permitirme la licencia de contarlo porque la historia me pareció muy entrañable, supe que un viejo amigo había acudido una vez a una cata de vinos con la mala fortuna de derribar, una a una, como si se trataran de fichas de dominó, todas las botellas de un caldo carísimo que los asistentes a aquella velada habían ido a probar, y conocer esa anécdota reforzó el enorme cariño que tenía a ese hombre, ya fallecido. Y pensé en tanta energía que perdemos simulando ser perfectos cuando es nuestra propensión al caos la que en realidad nos hace irresistibles: poca gente supera en encanto al Peter Sellers de El guateque o a la Katharine Hepburn de La fiera de mi niña, tan geniales en su alianza con la calamidad. Esta semana, y perdonen el apunte personal, reflexioné sobre eso cuando presentaba mi libro Gente que busca su bandera en un acto en el maravilloso patio del Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (Cicus). Antes habló Ignacio F. Garmendia con su lucidez y generosidad habituales, y dio paso a un ser balbuciente y nervioso, este que escribe, un poeta que boicotea sus propios versos cuando los lee con una dicción atropellada, y que en el calor del momento olvida casi todos los argumentos que pensaba desplegar en ese encuentro. Pero les diré una cosa: yo ya no me flagelo por mis errores. No debemos castigarnos por mostrar nuestras limitaciones, porque nuestra autenticidad también radica en ellas. El otro día, lo admito, volví a ser un torpe de cuidado, un amigo de la catástrofe, pero también, la verdad, me sentí querido como pocos. Quizás Jerry Lewis andaba en lo cierto.

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