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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Estrella solitaria

El turismo y la recuperación económica han propiciado una restauración de clase media, sin estrellas Michelin

Entre los muchos proyectos que tenemos para el día de nuestra jubilación (si es que hay suerte) se encuentra el de convertirnos en antólogo y especialista indiscutible de Ventura Comino, el seudónimo tras el que se escondía Ignacio Romero de Solís cuando, allá por los locos 80, escribía en la prensa de restaurantes sevillanos y otros asuntos gastronómicos. Ventura Comino pertenece a esa estirpe de gastrónomos que, lejos de la tediosa afectación tan en boga hoy, supieron ligar en un suculento guisote (los mismos que él sabe cocinar con mano y tino de vieja lebrijana) la buena escritura, la erudición, la fina ironía y la celebración de la vida. Digno heredero de una tradición española en la que figuran Camba, Pla, Cunqueiro, Néstor Luján y un largo etcétera de plumas tan finas como jocosas, Ventura Comino tuvo el acierto de narrarnos, a golpe de artículo, aquella Sevilla de inicios de la Autonomía que se llenó de políticos y altos funcionarios ávidos de viandas y caldos (también de otros asuntos más delicados de tratar) con los que escenificar su nueva posición social y dar rienda suelta al cachondeo padre. Hoy en día, Ventura Comino, ya con su linajudo nombre, no frecuenta los periódicos y está más centrado en culminar su trilogía novelistíca sobre la noble estirpe de los Palmagallarda, retrato de la pasión y muerte de la aristocracia andaluza, pero siempre nos quedará el retrogusto de aquellos artículos que leyó una Sevilla con hombreras en la chaqueta y calentadores en las pantorrillas (ellas).

Aquella ciudad de los 80, decíamos, abandonaba décadas de dictadura gastronómica para iniciar una nueva etapa que llegó al paroxismo, años después, con el ladrillazo y la proliferación de restoranes de raciones minimalistas y camareros de estoque fácil (waiters-bullfighters, en inglés). Como herencia nefasta de aquel periodo neorrico nos queda, además de una deuda que España no pagará en décadas, la afición de algunos pelmas a contarnos sus safaris gastronómicos con la exageración propia de los cazadores de rinocerontes. Pero, como todos sabemos, aquella burbuja se pinchó y llegó el taburete y la mesa alta para salvar a un sector en caída libre. Los sevillanos abandonaron el tinto de terciopelo y la langosta thermidor para regresar a la cerveza y el chocho. Ahora vivimos un modesto renacer impulsado por el turismo masivo y la relativa recuperación económica, que ha propiciado unos garitos middle class que pocas sorpresas suelen dar. Decoraciones de catálogo y cartas previsibles. La ciudad no da para más. Nos lo ha recordado la última edición de la Guía Michelin, en la que, una vez más, sólo Abantal consigue una de sus ansiadas estrellas. ¿Es esto un fracaso? Según se mire. A la cocina le pasa lo que al arte, medra allí donde hay negocio, pasta, dólares contantes y sonantes, y aquí, de eso, se ve poco.

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