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Acción de gracias

Gente que corre

En el imaginario de las películas, Fin de Año es sinónimo de gente que decide apostar por el amor

La fecha del 31 de diciembre siempre me hace pensar en gente corriendo, y no lo digo por la carrera de San Silvestre que se celebra hoy. La asociación se debe más bien a las películas que he visto: suenan las campanadas, entra el Nuevo Año, y en un momento tan decisivo alguien concluye que debe cambiar el signo de su vida y se apresura calle abajo a su destino. Ocurre en Cuando Harry encontró a Sally (y ojo que a partir de aquí vienen spoilers), donde Billy Crystal asume que el afecto que siente por Meg Ryan trasciende la amistad, y le dice, sin respiración porque ha venido apresurado, que adora que ella tenga frío cuando hace calor o que tarde media hora en pedir un bocadillo, que quiere pasar el resto de su vida con ella y quiere que el resto de su vida empiece lo antes posible. Otra que corre por las avenidas es Shirley MacLaine en El apartamento, cansada de los hombres equivocados y en tránsito hacia el bueno de Jack Lemmon, dos solitarios adorables con los que Billy Wilder, que filmó una tensa y sombría Nochevieja en El crepúsculo de los dioses, se permitió en esta ocasión la esperanza. Igual que la Navidad es ese período en el que a los cínicos se les rompe la armadura y se les derrumba su misantropía en el contacto con sus semejantes, en el imaginario de los que hemos crecido en el cine Fin de Año es como una sucursal de San Valentín, sinónimo de gente que vence su recelo en las cuestiones del corazón, olvida el daño provocado por otras aventuras sentimentales y le da una oportunidad al amor.

En la vida, sin embargo, somos muchos los que corremos en sentido contrario, que el 31 de diciembre no vamos en busca de los otros, sino de nosotros mismos, y nos preocupamos cada Nochevieja de apartarnos del ruido y buscar el recogimiento en algún intervalo de la celebración. Es el momento de hacer balance, de trazarse propósitos, de enderezar el rumbo si sentimos que nos hemos desviado. De recordar a los que se fueron, de fantasear con que se cumplirán nuestras expectativas, de preguntarnos quiénes somos y qué buscamos. Algunos rodeamos ese examen de conciencia -casi siempre para comprobar que nuestras faltas no han sido demasiado graves, casi siempre para perdonarnos- de una verdadera liturgia: salimos al exterior y observamos las estrellas, como si nuestra intimidad dialogara con el cosmos, como si lo insondable nos pudiese ofrecer una respuesta. Es sólo un cambio de número el que se ha producido antes, mientras tomamos las uvas, pero el gesto nos recuerda que estamos aquí apenas por un tiempo, y que el amor -a los otros, o a uno mismo- es, como diría la canción, todo aquello que necesitamos. Feliz Año.

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