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Iconoclasia

Una cosa es no rendir homenaje a personajes detestables y otra destruir las huellas del mundo del que provenimos

A propósito de la batalla de las estatuas, algo desplazada por otros focos informativos en la convulsa actualidad de estos meses, muchos analistas han hablado de furor iconoclasta para describir la ira de los manifestantes que abatían a los inquilinos más o menos ferruginosos de los pedestales mancillados, recuperando el sentido original de una palabra que en su uso moderno se ha aplicado a caracterizar el desprecio de los vanguardistas -o de quienes se precian de defender ideas'avanzadas- hacia los modelos sancionados por el canon vigente. Este uso figurado es ya un lugar común cuando se trata de los ismos, que en realidad se limitaron a sustituir unas imágenes por otras, pero no resulta del todo impropio en la medida en que describe, también o sobre todo, lo que la subversión estética tuvo de fiebre, apoyada en una apología de la violencia que por fortuna no traspasó el ámbito de las palabras en el que suelen moverse los revolucionarios del gusto. Enfrentados a los iconódulos que veneraban las imágenes sagradas, como venía siendo tradición, los estrictos iconoclastas protagonizaron dos sonados periodos de preeminencia en el Imperio bizantino -lo contaba muy bien un breviario de Norman Baynes, leído en la remota juventud filohelena- durante los siglos VIII y IX, hasta que su doctrina fue declarada herética por los herederos de los gobernantes que la habían abrazado. Dejando aparte al Islam, famosamente refractario a la representación figurativa, también durante la Protesta del impío Lutero -o de Calvino, siervo del mal- se produjeron episodios de destrucción del patrimonio sacro, que como es sabido se repetirían después en todos los lugares donde las hordas, tan por otra parte dadas a la idolatría, arrasaron cuanto pudieron incluyendo a los religiosos. El nuevo puritanismo tiene motivos sobre todo políticos, aunque no es difícil encontrar bajo las razones supuestamente humanitarias -y no basta con invocar las verdaderas para justificar los desmanes- el mismo fondo de intransigencia que ha caracterizado a los fanáticos de todo tiempo. Una cosa es no rendir homenaje a personajes detestables, claro imperativo que no admite distingos, y otra destruir las huellas del mundo del que provenimos. Se habla también de iconoclasia para referirse a la devastación causada por los maoístas o los talibanes, pero lo que pretendieron unos y otros -o lo que siguen pretendiendo sus émulos bajo distintos disfraces- fue una bárbara abolición del pasado, extensible a los libros o cualquier otro vestigio de la cultura anterior a sus regímenes desquiciados. Será mejor para todos si no regresan nunca del basural de la Historia.

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