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Por montera

Mariló Montero

'Invictus'

SURÁFRICA me ha vuelto a sobrecoger, si es que algún día me desprendí de los sentimientos nacidos al conocerla. Dicen que quien visita África, también Suráfrica, se le cala en el alma. Es el país que más me ha impresionado de todos lo que visité alguna vez. Por su aroma, por su tierra de color rojo y dorados atardeceres. Por el correteo de los niños descalzos con una sonrisa que supera la pobreza y por la ingeniosa habilidad para divertirse con una simple goma de bicicleta como si fuera la Wii más moderna. Un país de blancos y negros que aún arrastran la memoria del apartheid, pero que luchan por borrarlo día a día. Creí que había logrado encerrar mis sentimientos en un cofre, en una aurícula o un ventrículo de mi corazón. Pero qué frágiles son los candados cuando los sentimientos son tan fuertes, tan puros e intensos. Tan esenciales.

Invictus, la película de Clint Eastwood sobre la presidencia de Mandela, ha sido la llave para reabrir el cofre de mi memoria. Eastwood ha vuelto a dirigir con su sobrado manejo de la sensibilidad: tan cursi, tan vital, tan necesaria. La película es apenas el titular de la vida de Mandela durante su presidencia, debido, entiendo, a la imposibilidad de resumirlo todo en poco más de una hora. Pero con la dirección de Eastwood y las soberbias interpretaciones de Morgan Freeman, Matt Damon y el resto del reparto, se vislumbra quién fue Madiba. Un ser único cuyo paralelismo con la Madre Teresa de Calcuta o Ghandi, en quienes se inspiró, resulta evidente. La Historia suele quedar enterrada entre libros que no se leen. Está bien que Eastwood haya extraído de la biblioteca a Mandela para que las nuevas generaciones sepan qué hizo en Suráfrica, porque no será tarde para que la inspiración de Madiba perviva en nuestros hijos.

La película de Eastwood es de Oscar, pese a no estar nominada por motivos que desconozco. Es una fuente de inspiración para quien quiera aprender a perdonar, para construir una convivencia interracial en apariencia imposible, para quien pretenda dirigir a un pueblo con brillante clarividencia y con seguridad. Mandela unió a los surafricanos, rubios y negros, con un balón de rugby. Es mucho resumir decir que el presidente de un país en el que se produjo una de las mayores atrocidades racistas del mundo consiguió la democracia a través de un partido de rugby, pero aquel evento condensó el titánico esfuerzo de Mandela al entregar al capitán del equipo nacional, Francois Pienaar, el verso que le mantuvo con vida los veintisiete años de encarcelamiento en una celda de un metro cuadrado en la prisión de Robben Island: "Le doy gracias a los dioses por mi alma indomable, yo soy el dueño de mi destino, yo soy el capitán de mi alma".

El Mundial de fútbol será una excelente oportunidad para que se conozca a Sudáfrica. Merece la pena darle un nuevo impulso a la herencia latente de Nelson Mandela: el inspirador de un mundo más en paz.

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