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EE ha criticado con fundamento la obsesión española por la colocación. Los padres soñaban con colocar a sus hijos y dejarles la vida resuelta antes de hacer mutis por el foro de San Fernando. Los hijos soñaban con colocarse y poder afrontar la vida sin las incertidumbres de los empleos provisionales o de la explotación que tan bien expresaba la copla: "desgraciaito de aquel / que come de mano ajena / siempre mirando a la carita / si la ponen mala o buena". Muchos de los males patrios se achacaban a esta obsesión por la colocación que se vinculaba a corrupción y enchufe partidista en la España del famoso "¡Natalico, colócanos a todos!" que le gritó un conciudadano al político liberal Natalio Rivas cuando daba un mitin en su pueblo. También se identificaba con síndrome de la mesa camilla, pereza, falta de ambición o conformismo gritó colócanos.

Sin embargo en la vida los cambios de decorado afectan al sentido de los textos. No es lo mismo clamar contra la colocación en aquella España que hacerlo en el actual decorado ferozmente competitivo y agresivamente explotador, que tanto recuerda a una versión global de Los miserables o a una actualización más o menos sofisticada de la barbarie de la revolución industrial. Convendría por ello volver al sentido original de colocar. Su primera acepción es "poner a alguien en su debido lugar" y la tercera, "acomodar a alguien, poniéndole en algún estado o empleo". Y ambas, la verdad, me parecen hoy aspiraciones legíhaciendo depender la colocación, no de la voluntad del colocador y del enchufe, sino de los méritos y esfuerzos de quien se trabaja su colocación.

En este caso me aparece legítima la aspiración a colocarse, a ponerse en el debido lugar acomodándose en algún estado e empleo. Sin más aspiraciones. Sin otras ambiciones. En la Europa del siglo XXI un individuo, digo yo, tiene derecho a que se cumpla la vieja aspiración progresista de las "ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas para formarse y vivir" que defendía Pablo Iglesias tomándolo del socialista utópico Richard Owen. Falta poco para que se cumplan doscientos años de que éste propusiera por primera vez, en 1817, la jornada laboral de ocho horas. Reivindicarla hoy, paradójicamente, supone ser tildado de reaccionario, vago, acomodaticio, rémora para el progreso y otras lindezas. Hay quien presume de trabajar doce o más horas diarias como Falta poco para que se cumplan.

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