La lluvia en Sevilla

Laberinto de colores

Me encanta escuchar cómo nos quejamos de la bulla en una bulla, como si acaso no fuésemos parte de la misma

La ciudad me engañó de nuevo, esto es un laberinto de colores”, diría cualquier cowboy de medianoche (¡qué peliculón!) si llegara a la capital en estos días navideños desde su aldea de la campiña o de la sierra. Así ha sucedido, de hecho, en mi casa: como otros muchos visitantes llegados de toda España, han venido desde el pueblo algunos familiares para meterse en plena bulla. Les he acompañado. Llamadme intrépida.

Cuentan que, en una ocasión, hicieron la siguiente prueba en El Retiro de Madrid: metieron allí a un grupo de niños de pueblo y, a continuación, a otro de chaveas de ciudad. Los pequeños urbanitas relataron que su experiencia fue la de escuchar trinos de los pájaros, el viento que silba entre las trémulas hojas, la música callada, la soledad sonora…, cosas de esas. Los de pueblo declararon que en aquel parque era ensordecedor el ruido de los coches de las avenidas circundantes. Algo parecido les ha sucedido a los pequeños de la familia: vinieron a Sevilla con el firme propósito de subir y bajar por escaleras mecánicas –maravilla de la técnica, a mí de chica también me fascinaban– y se han marchado frenéticos de sobredosis lumínica y mogollón. Navidades espitosas o noches de paz: sé que es cuestión de gustos, y solemos preferir lo que no tenemos frente a lo que nos sobra. A fe mía que no recordaba (hace años que no paseo por el centro en estas fechas) tanta afluencia de público en las calles. Hubo tránsitos por las calles aledañas a San Francisco en que, estando en un sábado de diciembre, me pareció estar en plena noche del Domingo de Ramos. En Sierpes se perdió por instantes una chiquilla, como en la la escena de La gran familia, nuestra particular y tardofranquista ¡Qué bello es vivir! Hasta que apareció, hubo bastante más agobio en el ambiente que en la peli. Por lo paradójico, me encanta escuchar cómo nos quejamos de la bulla en las bullas, como si acaso quienes nos quejamos nos estuviésemos allí o fuésemos cuerpos gloriosos.

En las taquillas de Sevilla On Ice –donde venden, unificadas y centralizadas en algo que llaman navicoins, las entradas a los cacharritos– nos dan una tarjeta recargable que, como tantas familias llegadas sólo un día del pueblo, nunca volverán a recargar. Otro plástico inútil más para la cartera. Subimos al mayor a un scalextric, que se estropeó un buen rato a la segunda vuelta. Finalmente, los peques y yo nos fuimos a echar unas subidas y bajadas por las casi infalibles escaleras mecánicas del metro de la Puerta de Jerez, que son gratis, tenues, fluidas y marean menos. Mientras ellos saludaban efusivamente a los usuarios de la escalera de enfrente, yo les repetía: “Muchachos, la ciudad nos engañó de nuevo, esto es un laberinto de colores…”.

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