Gafas de cerca

josé Ignacio / Rufino

Miguel

EL hijo entra en el vestíbulo del multicines que nunca muere, el primer cine con varias salas de la ciudad, salvado de la demolición por la crisis inmobiliaria. El espacio que sirve de taquilla, ambigú y distribuidor de cinco pequeñas salas son familiares al hijo. No es la primera vez que viene aquí a buscar a Miguel.

-Padre, te dije que después de comer te llevaría a la playa. Y te encuentro en el cine viendo una película en inglés. ¿Otra vez, Miguel?

Al padre de impoluta camisa blanca se le enciende la expresión:

-¡Playa!-.

El hijo se dirige a los tres jóvenes que hacen de cameraman, taquillero y expendedor de refrescos y palomitas:

-Bueno, ¿qué debe aquí Miguel?

-¿Miguel? ¿Qué va a deber Miguel? ¡Miguel no debe nada!

-¡A pasarlo bien en la playa, Miguel!

-Qué buena siesta al fresquito, ¿eh, Miguel?

No era el primer día a lo largo de este tórrido verano en que aquel señor con la cabeza ida dormitaba en alguna de las poco pobladas salas de un cine cuyo modelo de negocio estaba en entredicho desde hace 20 años. Y su siesta iba a beneficio de inventario: Miguel no llevaba billete ninguno en la cartera, seguro. En un viernes, verano, y subtitulada, pocos serían los espectadores de la sala 5 -o de cualquiera otra, donde se daban películas traducidas del francés o del mandarín-, y podemos apostar a que ninguno de ellos protestaría por que estuviera en la última fila un señor mayor, frito aunque agarrado a su bastón.

Miguel debe de tener más de 80 años, es enjuto, y tras ser localizado y levantado de su butaca, apunta con su báculo a los conguitos del expositor de chucherías, con la misma urgencia y pasión con que lo haría con el índice regordeto un niño que aún no habla. El hijo baja el bastón mientras le pone la mano en el hombro, con firmeza pero sin esperanza de que el viejo vaya a aprender que eso no se hace. ¿Es ésa la diferencia entre criar a un niño y cuidar a un anciano senil? Miguel tiene suerte, eso parece. Su hijo lo cuida con cariño. Y sobre todo, con paciencia.

Son miles las personas que se ven obligadas a cuidar de sus padres o familiares incapaces, sin que exista ayuda pública que les alivie la carga de la decadencia de quien no hace tanto te enseñó a no gritar o a montar en bicicleta, o quien te amó y ayudó a tener hijos y un mal golpe de cabeza lo dejó impedido y dependiente. He oído bien claro a hijos que nunca asistirán a sus padres que es la familia -los hijos, y más bien las hijas- la que debe proveer el cuidado, y no el Estado. La Ley de Dependencia de Zapatero fue lo que pudo haber sido, y no fue. Y no será.

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