Cuchillo sin filo

Francisco Correal

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Nabucodonosor en la Almudena

El Papa ha nombrado arzobispo de Madrid a un andaluz de Sabiote hijo de emigrantes

éramos como los primeros cristianos en las catacumbas. Cuando el Gobierno decretó el estado de alarma el 14 de marzo de 2020 y se cerraron parques, estadios, bares, periódicos, colegios, gimnasios y oficinas y todos éramos figurantes de Blade Runner, cada cual encontró su terapia particular para combatir esta clausura por imperativo pandémico y categórico. Además de la vida en familia, a mí me resultó muy profiláctica la lectura de las cinco novelas de Ripley de la genial Patricia Highsmith, el viaje a la Liga de fútbol 58-59 en un Espasa balompédico de esa temporada llena de húngaros y paraguayos, jugar a una yincana lectora con las biografías de Stefan Zweig (sólo me dejé la de Casanova). Pero descubrimos un hábito de una eficacia inapelable. Cuando llegaban las siete de la tarde, mi mujer y yo cogíamos una cruz, la poníamos en la mesa del ordenador y nos conectábamos por Youtube para seguir la misa desde la catedral madrileña de la Almudena.

Los celebrantes se iban turnando con una precisión de reloj suizo. Un cuadrante de garita de cuartel que cumplían a rajatabla el arzobispo de la diócesis, Carlos Osoro, y sus tres obispos auxiliares. Cada persona es un mundo y cada cura también. La homilía, que desde el Concilio Vaticano II dejó de ser un sermón, muestra el bagaje del sacerdote que oficia. Si en periodismo existe el axioma de que las opiniones son libres y los hechos son sagrados, en la Santa Misa lo sagrado está en las Escrituras (incluidos los Hechos de los Apóstoles que escribió san Lucas) y la libertad en la homilía. La interpretación, la exégesis, la hermenéutica, esa palabra de la que nació mi amistad con Mercedes de Pablos durante la puesta de largo de un disco de sevillanas con poemas de Bécquer que presentó Benito Moreno en La Carbonería.

Cada celebrante tenía su método. Monseñor Osoro siempre dividía su homilía en tres conceptos nucleares. Algunas lecturas las hacía el diácono, Fabio de nombre, como el de la Epístola a Itálica de Rodrigo Caro. El pobre se trabucaba en Nabucodonosor. Por eso buscarían el apócope del emperador asirio para la ópera de Verdi. En nuestro fuero interno fuimos notando una preferencia. De los tres obispos auxiliares, había uno que te tocaba en las entrañas, que nunca te dejaba indiferente. Se llamaba José Cobo y el papa Francisco lo acaba de nombrar nuevo arzobispo de Madrid. Nació en Sabiote, un pueblo de Jaén donde el psiquiatra Castilla del Pino ambientó su novela Una alacena tapiada. El fichaje de este pastor andaluz por la diócesis de Madrid creo que va a dar tantas alegrías como el de Gordillo por el equipo de Concha Espina en los tiempos de la Quinta del Buitre.

Madrid es el dominio de Galdós, Valle y Umbral. Y de Rosendo, Sabina, Alaska y los Urquijo, porque el nuevo arzobispo de Madrid que cumple años el mismo día que los cumplía mi madre (y Javier Marías) nació cuando el Concilio Vaticano II llegaba a sus últimas sesiones y, como hijo de emigrantes andaluces, su adolescencia tuvo por hilo musical la movida madrileña. Movida promovida por el Ayuntamiento. Dicen que usted tiene un perfil social, le dijo Carlos Herrera. Respondió con una pregunta. “¿Cristo tenía perfil social?”. La humanidad entera.

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