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Ángel Alonso Arroba

'Notre Dame, notre temps'

Varios equipos de bomberos trabajan en la extinción del incendio de la catedral Notre Dame.

Varios equipos de bomberos trabajan en la extinción del incendio de la catedral Notre Dame. / B. Moser (París)

Arde Notre Dame. Arden madera y piedra y se hace ceniza la historia. Polvo serán, mas polvo enamorado. Me digo a mi mismo que hay cierta estupidez en llorar por un edificio. ¿Acaso lloro por esas víctimas diarias de la guerra, del hambre, de la injusticia? ¿Qué sentido tiene el llanto por la piedra quemada frente a los muchos niños que morirán hoy en Siria, Libia, Sudán, o el emigrante anónimo que perecerá ahogado en el Estrecho?

Entonces encuentro esas lágrimas en los ojos de mis hijas, que siente que han perdido algo suyo. Muere su infancia parisina, y con ella muere también una parte de nuestras vidas. Recuerdo ese primer encuentro con París, a los dieciséis: tren nocturno desde Chamartín, Gare de Austerlitz, orilla izquierda, Quai de la Tournelle. Ahí está ella: imponente, altiva, desafiante, inigualablemente bella. Parada obligada en posteriores visitas. Y finalmente, compañera de viaje en los doce años que llevamos en esta ciudad. Testigo de las quedadas en Saint Michel. Silueta en los atardeceres desde la Ille Saint Louis, helado en mano. Paseos de fin de semana. Bateaubus. Navidad. Terraza del IMA. Café en Shakespeare&Co. Columpios a la sombra del ábside, en la plaza Jean XXIII.

Me doy cuenta de que el llanto sí tiene sentido porque son nuestros recuerdos los que dan vida a esa piedra que hoy lucha por su vida. ¿Podrán mis lágrimas apagar ese fuego? Horas de incertidumbre en las que todo parece venirse abajo. Arde Notre Dame y arde París con ella. Temo que el corazón que late en mitad de ese bosque de venas y arterias que es el Sena se pare. Que su aurícula y ventrículo colapsen. Es en ese momento cuando renace la esperanza. Las torres están a salvo. También importantes tesoros. El fuego amaina. ¡Notre Dame resiste! Se obra el milagro de la solidaridad: se unen los políticos, fluyen las cadenas humanas, se elevan cánticos en la vigilia, brilla por encima del fuego el valor sobrehumano de los sapeurs-pompiers. La devastación y el desánimo dan paso a la esperanza: cette cathedrale nous la rebatirons!

Y es hoy, mientras París vuelve a lucir su cielo ceniciento en esta primavera que nunca llega, cuando me pregunto: ¿por qué? ¿Por qué sólo valoramos lo que tenemos una vez perdido? ¿Por qué damos tantas cosas por hechas? ¿Por qué no saboreamos cada día, cada despertar, como si hoy pudiera ser el último? ¿Por qué sólo sacamos lo mejor de nosotros mismos -como sociedad, como personas- en los momentos más terribles?

Me pregunto si esa vieja catedral, símbolo europeo y de resistencia más allá de sus raíces galas o cristianas, no nos estará mandando un mensaje. Arden nuestras democracias y consensos, construidos con tanto sudor intergeneracional. Arden la solidaridad y nuestros principios más humanos, víctimas del egoísmo y del miedo al otro. Arden los pilares de ese orden de postguerra que nos ha guiado en las últimas siete décadas, con sus luces y sombras pero con la paz y la convivencia como blanca bandera. ¿Es posible una restauración sin fuegos? ¿Despertemos sólo, al igual que anoche, cuando se consuma el artesonado y sea demasiado tarde? ¿Resistirán nuestras torres? ¿Cuál terrible tendrá que ser la tragedia hasta que saquemos lo mejor de nosotros mismos? Notre Dame es nuestra conciencia. Notre Dame es nuestro tiempo.

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