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Oé en Hiroshima

La gran lección se refiere, en su memorable serie de crónicas, a la fortaleza de la dignidad humana

En la hora de su muerte, la admirable figura de Kenzaburo Oé merece ser homenajeada como la de un gran escritor y un gran hombre, condiciones que como sabemos no siempre van unidas. Desmintiendo la tan citada sentencia del Diario de André Gide, aquella donde el inmoralista afirma que con los buenos sentimientos se hace mala literatura, el Nobel japonés, un observador sabio, honesto y compasivo, encarnó tanto en su vida como en sus libros los valores de un humanismo crítico con la tradición imperialista de su país, ajeno al nacionalismo cultural -Dante y Cervantes se contaban entre sus autores predilectos- y sostenido no en los elevados conceptos, sino en la concreta realidad de los individuos. Era sólo un veinteañero cuando llegó a Hiroshima en agosto de 1963, después de licenciarse en Letras, publicar dos novelas y tener a su primer hijo, que había nacido con una grave malformación congénita y sería en adelante el centro de su vida y uno de los motivos recurrentes de su obra, para cubrir la Conferencia Mundial contra las Bombas Atómicas en la ciudad que menos de dos décadas antes había padecido los infernales efectos de la madre de todas ellas. Lo que vio, ya en esa primera visita, lo dejó marcado a fuego. Muy alejado de la fascinación casi estética por el poder destructivo de la radiación, el joven Oé no se sirvió de la retórica a menudo vacía de los foros institucionales, optando por describir en sus reportajes, reunidos en un Cuaderno de obligada lectura, la tragedia de los hibakusha o supervivientes de la explosión nuclear, a los que calificaba de "seres humanos auténticos". El escritor salió al encuentro de los miles de damnificados y los escuchó o compadeció sin palabras, pero en ningún momento cedió a la tentación de hilar discursos grandilocuentes. Hablaba de su dolor, de sus preocupaciones, del esfuerzo heroico de los médicos que los habían atendido, que en muchos casos pagaron por ello el precio supremo de sus vidas. Muchos le decían que no deseaban que su drama personal se convirtiera en una excusa para las luchas políticas. Bien documentada entre quienes sobrevivieron a la Shoah o, como explicó W.G. Sebald, en la humillada población alemana de la posguerra, la sensación de vergüenza también se dio en Hiroshima, y Oé nos participa del dilema moral que le supuso respetar el derecho al silencio al tiempo que cumplía con la obligación de dejar constancia del modo en que las víctimas sobrellevaban su desgracia, sin hurtar el sufrimiento pero poniendo el énfasis en la voluntad de superación. La gran lección de Hiroshima se refiere, en su memorable serie de crónicas, a la fortaleza de la dignidad humana.

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