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EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Pártele la pierna

PÁRTELE la pierna! ¡Dale fuerte! ¡Que no salga vivo! Esas frases las ha oído cualquiera que haya estado en un campo de fútbol para niños o aficionados. En campos de albero de Tercera División, o en modestos campos escolares donde las redes de las porterías están remendadas y apenas se ven las líneas de cal, la violencia verbal de los espectadores a veces alcanza los niveles de un campo de entrenamiento de marines. Muchas veces me he preguntado qué clase de temple había que tener para ser árbitro de regional o de juvenil. E incluso he llegado a pensar que esos árbitros y jueces de línea, que se jugaban el tipo por una paga muy modesta, parecían protagonistas de un relato de Raymond Carver o Richard Ford, y escondían una historia humana mucho más rica que la de muchos empresarios de éxito o artistas de cine o famosillos televisivos.

Yo no sé si alguien se ha parado a pensar en la importancia social de esos árbitros del fútbol modesto, o en el admirable papel que desempeñan en nuestra sociedad los preparadores de todos esos equipos de juveniles y de aficionados. Gracias a esos árbitros y entrenadores, miles de chavales sin expectativas laborales ni educativas se toman en serio la disciplina y el esfuerzo, y aprenden que la vida es mucho más que un botellón y una discoteca. Chavales sin amigos y sin recursos, chavales que no han tenido una sola oportunidad, aprenden a convivir y a responsabilizarse de lo que hacen, y conciben la esperanza de hacer algo mejor en la vida de lo que han hecho hasta ahora.

Todos esos campos de fútbol son en realidad el sustituto real de un centro educativo para muchos jóvenes, y eso es lo que hace inadmisible la violencia que se vive en ellos. Ya sabemos que los campos de fútbol sirven de válvula de escape para la rabia acumulada en esta sociedad, pero esa explicación no es suficiente. En muchos casos, la violencia se debe a que muchos padres quieren que sus hijos triunfen a toda costa en el fútbol, y depositan en ellos tantas esperanzas irracionales de éxito y de riqueza que les exigen actuar de cualquier modo, incluso con el máximo grado de violencia contra su rival. Y esas esperanzas descabelladas también se contagian a los jugadores, que a veces se creen en una final de la Champions cuando sólo están jugando un campeonato regional.

Ahora acabo de leer que unos jugadores de la liga juvenil holandesa mataron de una paliza, el sábado pasado, a un juez de línea que estaba arbitrando el partido. Los jugadores tenían entre 15 y 16 años. El juez de línea tenía 41, y su propio hijo estaba jugando en el campo, sólo que en el equipo contrario al de los jugadores que mataron a su padre. Ya lo he dicho antes: todo parece uno de esos relatos tristísimos de Raymond Carver o Richard Ford.

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