El balcón
Ignacio Martínez
Sin cordones sanitarios
HA muerto Argo, el último perro callejero de Pompeya. Ser un fin de raza es siempre un privilegio amargo, como el de los reyes estériles. Argo era un noble ejemplar de mixtolobo y, por lo leído en la prensa, su memoria dejará harto consuelo en los que lo trataron, ya que a su nobleza y lealtad (algo habitual en los de su especie) unía una puntualidad de gentlemen que le hacía acudir todos los días a la misma hora al conjunto arqueológico. A muchos esta noticia le puede parecer banal, pero todo el que visitase Pompeya a finales de los noventa habrá comprendido su verdadero alcance. En aquellos años, la ciudad que enterró el Vesubio era una especie de república perruna, con sus calles atestadas de chuchos sin dueño que tomaban el sol plácidamente y mendigaban comida a los comensales que almorzaban bajo la parra de un pequeño restorán. Los había de todos los tamaños y colores, tantos que parecía que aquellas calles habían sido construidas exclusivamente para ellos. Nada llamaba más la atención. Ni la Villa de los Misterios y sus frescos dionisiacos; ni los cuerpos detenidos en el momento en que fueron alcanzados por el flujo piroplástico, ni los lupanares con sus camas de piedra y sus pintadas guarras, ni –oh, ironía– el mosaico en la entrada de la Casa del Poeta Trágico en el que se avisa: cave canem (cuidado con el perro). Todo eso era secundario al lado del espectáculo de aquellos perros felices y tercermundistas que solo podían haber prosperado en aquel maravilloso rincón del sur de Italia. Porque Nápoles y sus alrededores, en aquellos años, era un auténtico paraíso en el que la gente se subía y bajaba del metro por la ventana y se podía beber cerveza fresca a un precio razonable. Daba igual que las calles estuviesen tomadas por carabinieri armados hasta los dientes, como si acabase de acontecer un golpe de estado (cosas de la lucha contra la Camorra), o que el vandalismo afectase a cualquier rincón, Nápoles era un sitio donde los hombres y los perros podían vivir con el corazón alegre.
Los que habían vivido la Sevilla anterior a la Expo no tenían nada de qué extrañarse. Por entonces no era raro ver bandas de perros callejeros recorrer República Argentina sin que nadie se diese por aludido. Un día entró en escena un camión gris y los perros desaparecieron para siempre. Probablemente fueron sacrificados en al altar de la higiene, como la mayonesa casera y la litrona comunitaria. En Pompeya, por lo que se ve, la vieja hermandad entre sapiens y los canes libres ha durado mucho más tiempo, hasta que hace unos días murió Argo, que bien podría haber sido descendiente de aquel otro Argo (Argos en español) al que le reventó el pecho de felicidad cuando reconoció a su amo disfrazado de mendigo: Ulises, rey de Ítaca.
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